Hacia fines de 2004, gracias a una notable gestión de Martín "Gavilán" Pérez, La Mano consiguió una entrevista con el escritor inglés J. G. Ballard, una de las personalidades literarias que mejor ha comprendido la intrincada madeja de nuestro tiempo. Hacía años que deseaba la oportunidad de hablar con este lúcido testigo de las cambiantes facetas del mundo contemporáneo. En noviembre del '04, por fin, la chance se dio y esta entrada tiene por objeto publicar la entrevista completa que realicé con J. G. Ballard, sin la edición que sufrió, inevitablemente, para caber en las páginas de la revista. ¡Que la disfruten!
J G Ballard : Las cavernas del valle interior
por Alfredo Rosso
“¡Deprímase hoy y ahórrese la aglomeración de fin de año!” decía el graffiti. Reí, como uno suele hacer en estas ocasiones. Una risita medrosa, tibio reconocimiento a esas madrugadas insomnes en que a uno lo asalta la sensación de que nada de lo que hacemos produce mella alguna en la realidad circundante. Es paradójico que ese sentimiento de futilidad y aislamiento sea más fuerte hoy en día, en la era de las comunicaciones globales, con una bulimia de entrenimiento televisivo que incluye ochenta canales de cable funcionando las 24 horas.
Educados, tapamos nuestros olores animales con desodorantes, pagamos servicios, llevamos hijos a escuelas privadas -donde esperamos que alguien les reponda las preguntas molestas por nosotros- y pasamos equis horas en edificios ajenos, convencidos de que aportamos nuestro grano de arena a la sociedad. Y a la noche buscamos solaz en algún bufón mediático para convencernos de que la broma se la gastan a otro. Pero el defecto nos nombra, como dijo alguna vez el juglar de Coronel Díaz y Santa Fe. Parafraseando a su colega de Richmond, no podemos obtener satisfacción, por más que lo intentamos.
Es posible que todos seamos, en realidad, personajes de alguna novela de J G Ballard, que suelen tener un protagonista recurrente: el hombre puesto a prueba por sus circunstancias, externas e internas.
El propio James Graham Ballard fue puesto a prueba muy temprano en su vida, que comenzó en 1930 en Shanghai, dentro de una familia inglesa acomodada. Su padre dirigía la sucursal de una empresa textil de Manchester, por lo que el joven Ballard disfrutó del típico comfort colonial de la época: casa amplia, piscina, sirvientes y auto con chofer. La fiesta terminó de golpe cuando se declara la Segunda Guerra Mundial y el ejército japonés invade China, recluyendo a todos los occidentales nativos de países enemigos. Ballard estrenó su adolescencia en el campo de concentración de Lunghua, experiencia que dejaría una marca indeleble en su vida y en su obra, sobre todo en El Imperio del sol, la novela cuasi autobiográfica, que transformó en película Stephen Spielberg.
Los aliados ganan la guerra y Ballard llega a Inglaterra con 16 años cumplidos. Para descubrir su verdadera vocación debió dejar trunca una carrera de medicina y pasar por varios empleos efímeros antes que su pasión por los aviones –otro resabio de la guerra- lo llevara a alistarse por dos años en la Real Fuerza Aérea. Apostado en una base canadiense, Ballard descubre las revistas norteamericanas de ciencia-ficción y empieza a gestar su destino literario. No tarda en renegar de la ciencia-ficción tradicional -la de los cohetes, los extraterrestres y las galaxias lejanas- para ocuparse de lo que llamó espacio interior, los no menos misteriosos pasadizos que vinculan a los seres humanos entre sí y con su hogar, el planeta Tierra.
Al enviudar en 1964, cuando su esposa muere sorpresivamente de neumonía, dejándolo como tutor exclusivo de tres niños, Ballard estaba en medio de su “tetralogía de desastre global”. Las novelas El Viento de la Nada, El Mundo Sumergido, La Sequía y El Mundo de Cristal abordan las metamorfosis físicas y psicológicas que sufren los hombress ante un apocalipsis ambiental.
En 1970 La Exhibición de Atrocidades, causa una aguda controversia en los círculos literarios por su exploración obsesiva de la violencia del mundo moderno en todas sus formas. La pornografía, las perversiones sexuales, los poderes mitificadores de los medios de comunicación, las psicopatologías, las víctimas de accidentes automovilísticos, la guerra de Vietnam y los íconos estadounidenses muertos (John F. Kennedy, Marilyn Monroe, James Dean) son los tópicos de este libro cuya estructura fragmentaria y no-lineal agregó un elemento más para el desconcierto.
El atractivo de J G Ballard tiene su porcentaje de masoquismo, y de voyeurismo también. Al que haya sentido alguna vez, en medio de una ruta, el impulso irracional de lanzar su coche de contramano y estrellarlo a ciento ochenta por hora contra el auto que viene en sentido contrario le producirá un ligero escalofrío de reconocimiento el argumento de Crash, un cóctel violento de sangre, sémen y refrigerante de motores donde Ballard explora el contenido sexual latente de los choques de autos.
Quizás nos haya sucedido, después de pasar un día entero haciendo un trámite burocrático e inútil, que con el paso de las horas, el hastío y la bronca se mezclan con un perverso, inexplicable atractivo por el cavernoso edificio que nos aprisiona. En La isla de cemento, el protagonista es un Robinson Crusoe moderno que termina varado en el rellano de una autopista cuando se le rompe el auto, para descubrir, al principio, que no puede -y más tarde que no quiere- salir de allí.
Las historias de Ballard nos hacen ver que el leve barniz de respetabilidad que llamamos civilización se puede quebrar en cualquier momento y que la línea que separa la cordura de un brote psicótico puede ser muy tenue. En Rascacielos una legión de jóvenes profesionales habitan un gigantesco edificio con todo el lujo y el comfort que corresponde a la moderna burguesía urbana. Todo ese bienestar tiene su precio, sin embargo: la vida en el rascacielos es demasiado ordenada, previsible, árida. Basta un incidente aislado, una mascota ahogada que aparece en la piscina comunal, para que se desate una guerra sin cuartel entre los habitantes del condominio quienes –en un supremo toque de bizarro humor ballardiano- siguen poniéndose sus trajes y yendo a sus empleos durante el día, para luego retornar al rascacielos, a continuar la batalla.
Está a punto de publicarse en Argentina Milenio negro, última novela de Ballard, cuya traducción literal sería “gente del milenio”. Quienes la consideran como parte de una trilogía, iniciada con Cocaine nights y continuada con Super Cannes, notan que los tres libros tienen una temática en común: la insatisfacción extrema de una porción de la clase media occidental de nuestros días, que lleva a sus miembros a adoptar conductas antisociales y hasta criminales. En Milenio negro la revuelta ocurre en un barrio cerrado de una zona residencial londinense y el detonante, en esta ocasión, es un evento aparentemente tan trivial como el aumento de las expensas comunales. La rebelión, sin embargo, tiene vida efímera: sus protagonistas son demasiado educados; están demasiado domesticados y concientes de su status social como para poder articular alguna demanda coherente. Pronto retorna la pax catódica de ordenadores y televisores. Business as usual.
A través de la línea telefónica la voz de J G Ballard suena metálica e imponente. Y también animada. En su respuestas hay una mezcla de pasión y una leve impaciencia que no parece dirigida a su interlocutor (o sea yo) ni a persona alguna; más bien sugiere la impaciencia de alguien que tiene algo serio que decir y busca le mot just. Mi gambito de apertura es señalarle las coincidencias entre los protagonistas de su libro Milenio Negro y la historia argentina reciente, con una clase media que ganó la calle cuando se enteró -decreto oficial mediante- que no podrían disponer libremente de sus ahorros bancarios. Con una puesta en escena típicamente ballardiana transcurrieron los cacerolazos, las reuniones espontáneas de vecinos en los barrios y la movilización que terminó con el gobierno de De la Rúa, que ya parecía un boxeador groggy, de todas maneras. Y como para probar una vez más que realidad y ficción a menudo se dan la mano, tan pronto llegó el nuevo gobierno y se recibió el más modesto de los reaseguros de que las cosas mejoraban, la clase media recuperó su nivel de conformismo y su habitual semblante de agresión reprimida.
Educados, tapamos nuestros olores animales con desodorantes, pagamos servicios, llevamos hijos a escuelas privadas -donde esperamos que alguien les reponda las preguntas molestas por nosotros- y pasamos equis horas en edificios ajenos, convencidos de que aportamos nuestro grano de arena a la sociedad. Y a la noche buscamos solaz en algún bufón mediático para convencernos de que la broma se la gastan a otro. Pero el defecto nos nombra, como dijo alguna vez el juglar de Coronel Díaz y Santa Fe. Parafraseando a su colega de Richmond, no podemos obtener satisfacción, por más que lo intentamos.
Es posible que todos seamos, en realidad, personajes de alguna novela de J G Ballard, que suelen tener un protagonista recurrente: el hombre puesto a prueba por sus circunstancias, externas e internas.
El propio James Graham Ballard fue puesto a prueba muy temprano en su vida, que comenzó en 1930 en Shanghai, dentro de una familia inglesa acomodada. Su padre dirigía la sucursal de una empresa textil de Manchester, por lo que el joven Ballard disfrutó del típico comfort colonial de la época: casa amplia, piscina, sirvientes y auto con chofer. La fiesta terminó de golpe cuando se declara la Segunda Guerra Mundial y el ejército japonés invade China, recluyendo a todos los occidentales nativos de países enemigos. Ballard estrenó su adolescencia en el campo de concentración de Lunghua, experiencia que dejaría una marca indeleble en su vida y en su obra, sobre todo en El Imperio del sol, la novela cuasi autobiográfica, que transformó en película Stephen Spielberg.
Los aliados ganan la guerra y Ballard llega a Inglaterra con 16 años cumplidos. Para descubrir su verdadera vocación debió dejar trunca una carrera de medicina y pasar por varios empleos efímeros antes que su pasión por los aviones –otro resabio de la guerra- lo llevara a alistarse por dos años en la Real Fuerza Aérea. Apostado en una base canadiense, Ballard descubre las revistas norteamericanas de ciencia-ficción y empieza a gestar su destino literario. No tarda en renegar de la ciencia-ficción tradicional -la de los cohetes, los extraterrestres y las galaxias lejanas- para ocuparse de lo que llamó espacio interior, los no menos misteriosos pasadizos que vinculan a los seres humanos entre sí y con su hogar, el planeta Tierra.
Al enviudar en 1964, cuando su esposa muere sorpresivamente de neumonía, dejándolo como tutor exclusivo de tres niños, Ballard estaba en medio de su “tetralogía de desastre global”. Las novelas El Viento de la Nada, El Mundo Sumergido, La Sequía y El Mundo de Cristal abordan las metamorfosis físicas y psicológicas que sufren los hombress ante un apocalipsis ambiental.
En 1970 La Exhibición de Atrocidades, causa una aguda controversia en los círculos literarios por su exploración obsesiva de la violencia del mundo moderno en todas sus formas. La pornografía, las perversiones sexuales, los poderes mitificadores de los medios de comunicación, las psicopatologías, las víctimas de accidentes automovilísticos, la guerra de Vietnam y los íconos estadounidenses muertos (John F. Kennedy, Marilyn Monroe, James Dean) son los tópicos de este libro cuya estructura fragmentaria y no-lineal agregó un elemento más para el desconcierto.
El atractivo de J G Ballard tiene su porcentaje de masoquismo, y de voyeurismo también. Al que haya sentido alguna vez, en medio de una ruta, el impulso irracional de lanzar su coche de contramano y estrellarlo a ciento ochenta por hora contra el auto que viene en sentido contrario le producirá un ligero escalofrío de reconocimiento el argumento de Crash, un cóctel violento de sangre, sémen y refrigerante de motores donde Ballard explora el contenido sexual latente de los choques de autos.
Quizás nos haya sucedido, después de pasar un día entero haciendo un trámite burocrático e inútil, que con el paso de las horas, el hastío y la bronca se mezclan con un perverso, inexplicable atractivo por el cavernoso edificio que nos aprisiona. En La isla de cemento, el protagonista es un Robinson Crusoe moderno que termina varado en el rellano de una autopista cuando se le rompe el auto, para descubrir, al principio, que no puede -y más tarde que no quiere- salir de allí.
Las historias de Ballard nos hacen ver que el leve barniz de respetabilidad que llamamos civilización se puede quebrar en cualquier momento y que la línea que separa la cordura de un brote psicótico puede ser muy tenue. En Rascacielos una legión de jóvenes profesionales habitan un gigantesco edificio con todo el lujo y el comfort que corresponde a la moderna burguesía urbana. Todo ese bienestar tiene su precio, sin embargo: la vida en el rascacielos es demasiado ordenada, previsible, árida. Basta un incidente aislado, una mascota ahogada que aparece en la piscina comunal, para que se desate una guerra sin cuartel entre los habitantes del condominio quienes –en un supremo toque de bizarro humor ballardiano- siguen poniéndose sus trajes y yendo a sus empleos durante el día, para luego retornar al rascacielos, a continuar la batalla.
Está a punto de publicarse en Argentina Milenio negro, última novela de Ballard, cuya traducción literal sería “gente del milenio”. Quienes la consideran como parte de una trilogía, iniciada con Cocaine nights y continuada con Super Cannes, notan que los tres libros tienen una temática en común: la insatisfacción extrema de una porción de la clase media occidental de nuestros días, que lleva a sus miembros a adoptar conductas antisociales y hasta criminales. En Milenio negro la revuelta ocurre en un barrio cerrado de una zona residencial londinense y el detonante, en esta ocasión, es un evento aparentemente tan trivial como el aumento de las expensas comunales. La rebelión, sin embargo, tiene vida efímera: sus protagonistas son demasiado educados; están demasiado domesticados y concientes de su status social como para poder articular alguna demanda coherente. Pronto retorna la pax catódica de ordenadores y televisores. Business as usual.
A través de la línea telefónica la voz de J G Ballard suena metálica e imponente. Y también animada. En su respuestas hay una mezcla de pasión y una leve impaciencia que no parece dirigida a su interlocutor (o sea yo) ni a persona alguna; más bien sugiere la impaciencia de alguien que tiene algo serio que decir y busca le mot just. Mi gambito de apertura es señalarle las coincidencias entre los protagonistas de su libro Milenio Negro y la historia argentina reciente, con una clase media que ganó la calle cuando se enteró -decreto oficial mediante- que no podrían disponer libremente de sus ahorros bancarios. Con una puesta en escena típicamente ballardiana transcurrieron los cacerolazos, las reuniones espontáneas de vecinos en los barrios y la movilización que terminó con el gobierno de De la Rúa, que ya parecía un boxeador groggy, de todas maneras. Y como para probar una vez más que realidad y ficción a menudo se dan la mano, tan pronto llegó el nuevo gobierno y se recibió el más modesto de los reaseguros de que las cosas mejoraban, la clase media recuperó su nivel de conformismo y su habitual semblante de agresión reprimida.
¿Le suena familiar todo esto, Mr. Ballard?
Seguí bastante de cerca el proceso y debo decir que, por desgracia, parece tratarse ser un típico ciclo de protesta. Eso sucede en todos los órdenes de la vida. Pero, de todas maneras, algunos progresos se logran y quizás las clases medias argentinas hayan conseguido ciertas pequeñas ventajas de su rebelión. Al menos eso espero.
En épocas no muy lejanas, los padres aconsejaban a sus hijos que estudiasen para “ser alguien” en la sociedad. Pero no era solamente la ética del trabajo lo que disparaba esos consejos, sino algo arraigado más a fondo en la conciencia colectiva: la sensación de que, sin importar el rol que uno ocupara en la vida, la contribución de cada individuo era importante. Esto ya no parece ser así; hoy el individuo siente que lo que hace no cuenta en el gran esquema del mundo. ¿Cuándo empezó este estado de cosas y cuáles piensa usted que son las causas?
Bueno, yo sólo puedo hablar por Inglaterra, de la cual tengo una experiencia de primera mano, y hasta cierto punto de Europa occidental y los Estados Unidos. Pienso que todo esto comenzó tras la crisis del petróleo de principios de los años 70, cuando el precio del crudo se multiplicó varias veces. Fue entonces cuando las grandes empresas multinacionales empezaron a analizar más de cerca la forma en que estaban administrando sus compañías. Comenzó entonces un gran proceso de eliminación de varias capas de burocracia que uno siempre encuentra en las empresas. Así, por primera vez en su vida, la clase media inglesa descubrió que ya no tenía un trabajo vitalicio. Hace medio siglo, en los años ’50, incluso en los ’60, si entrabas en una compañía grande, como Shell o ICI o Dupont en los Estados Unidos, era prácticamente un trabajo para toda la vida. Tenías que hacer algo muy grosero, como seducir a la esposa del gerente para que te despidieran.
Todo eso cambió, y además, entró en juego la tecnología de la información: un gran número de cálculos, más o menos rutinarios, pasaron a ser hechos por computadoras. De repente la clase media descubre que su trabajo ya no es seguro y que el entrenamiento recibido durante varios años de aprendizaje, no les sirve más. Con este nueva estado de cosas los profesionales de la clase media se encontraron tan inseguros en sus empleos como lo estaban las viejas clases trabajadoras.
Esto ha creado un alto grado de insatisfacción. Coincido con usted en que no es solamente una cuestión económica; es una cuestión yo diría de confirmación espiritual, de que la vida, y en particular la vida profesional tiene sentido. Creo que la clase media ha perdido esto y ahora tenemos -por lo menos en Inglaterra- una sociedad del tipo “hágase rico rápido”, donde encontrás una super élite en la cima y el resto de la gente no cuenta para nada. Es una situación muy mala. La clase media no sólo perdió su seguridad, sino que también ha perdido su status, la sensación de su propia importancia. Ahora pueden perder su empleo de la noche a la mañana...
Bueno, yo sólo puedo hablar por Inglaterra, de la cual tengo una experiencia de primera mano, y hasta cierto punto de Europa occidental y los Estados Unidos. Pienso que todo esto comenzó tras la crisis del petróleo de principios de los años 70, cuando el precio del crudo se multiplicó varias veces. Fue entonces cuando las grandes empresas multinacionales empezaron a analizar más de cerca la forma en que estaban administrando sus compañías. Comenzó entonces un gran proceso de eliminación de varias capas de burocracia que uno siempre encuentra en las empresas. Así, por primera vez en su vida, la clase media inglesa descubrió que ya no tenía un trabajo vitalicio. Hace medio siglo, en los años ’50, incluso en los ’60, si entrabas en una compañía grande, como Shell o ICI o Dupont en los Estados Unidos, era prácticamente un trabajo para toda la vida. Tenías que hacer algo muy grosero, como seducir a la esposa del gerente para que te despidieran.
Todo eso cambió, y además, entró en juego la tecnología de la información: un gran número de cálculos, más o menos rutinarios, pasaron a ser hechos por computadoras. De repente la clase media descubre que su trabajo ya no es seguro y que el entrenamiento recibido durante varios años de aprendizaje, no les sirve más. Con este nueva estado de cosas los profesionales de la clase media se encontraron tan inseguros en sus empleos como lo estaban las viejas clases trabajadoras.
Esto ha creado un alto grado de insatisfacción. Coincido con usted en que no es solamente una cuestión económica; es una cuestión yo diría de confirmación espiritual, de que la vida, y en particular la vida profesional tiene sentido. Creo que la clase media ha perdido esto y ahora tenemos -por lo menos en Inglaterra- una sociedad del tipo “hágase rico rápido”, donde encontrás una super élite en la cima y el resto de la gente no cuenta para nada. Es una situación muy mala. La clase media no sólo perdió su seguridad, sino que también ha perdido su status, la sensación de su propia importancia. Ahora pueden perder su empleo de la noche a la mañana...
El profesor y escritor Neil Postman, en su libro “Amusing Ourselves to Death” (Diviertiéndonos Hasta Morir) decía que el discurso público de la televisión lo ha reducido todo al nivel del mero entretenimiento. ¿Cuál es su punto de vista sobre el rol de los medios hoy en día? ¿Ayudan o dificultan nuestra comprensión de este mundo nuevo?
¡Lo dificultan, sin duda! Hoy tenemos una cultura del entretenimiento avasalladora. Todo está dominado por el entretenimiento: los diarios, la televisión, las revistas, la radio. Hemos entrado en un nuevo territorio donde nada es verdad y nada deja de ser verdad. Nos movemos en un terreno paradójico donde no existen ya valores seguros. El único valor que cuenta es si estás entretenido por un lapso de tiempo suficientemente largo como para comprar un cucurucho de pochoclo o tomarte otra cerveza mientras mirás un partido de fútbol por televisión. La propia política es otra rama de esta cultura del entrenimiento; los verdaderos gobernantes del mundo son los gigantescos conglomerados que controlan la mayor parte de la economía mundial y el sistema bancario que la sostiene. Pero yo no creo que sea una conspiración siniestra en la que un número pequeño de individuos de élite planee manejar el mundo de una manera casi Stalinista. No es así. Es más bien como un gigantesco Las Vegas, donde el dinero cambia de manos, las luces brillan y nada es lo que parece ser.
¡Lo dificultan, sin duda! Hoy tenemos una cultura del entretenimiento avasalladora. Todo está dominado por el entretenimiento: los diarios, la televisión, las revistas, la radio. Hemos entrado en un nuevo territorio donde nada es verdad y nada deja de ser verdad. Nos movemos en un terreno paradójico donde no existen ya valores seguros. El único valor que cuenta es si estás entretenido por un lapso de tiempo suficientemente largo como para comprar un cucurucho de pochoclo o tomarte otra cerveza mientras mirás un partido de fútbol por televisión. La propia política es otra rama de esta cultura del entrenimiento; los verdaderos gobernantes del mundo son los gigantescos conglomerados que controlan la mayor parte de la economía mundial y el sistema bancario que la sostiene. Pero yo no creo que sea una conspiración siniestra en la que un número pequeño de individuos de élite planee manejar el mundo de una manera casi Stalinista. No es así. Es más bien como un gigantesco Las Vegas, donde el dinero cambia de manos, las luces brillan y nada es lo que parece ser.
En las grandes ciudades como Londres, o Buenos Aires, los rascacielos han sido una parte integral del paisaje urbano desde hace más de un siglo. Lo cual me recuerda el tema central de su novela Rascacielos: el gran edificio visto como corte social; una olla de presión donde las frustraciones se acumulan, hasta que una simple provocación enciende una reacción en cadena y se desata una guerra total. ¿Cree usted que nos basta una excusa cualquiera para agarrar la ametralladora y entrar a disparar?
Los novelistas necesitan contemplar los casos extremos para poder llevar a cabo su obra. No quiero decir que todos los rascacielos del mundo están en peligro de guerra inminente, pero la tendencia hacia una gran insatisfacción social es una realidad. Tenemos varios ejemplos de complejos de rascacielos residenciales que han sido dinamitados, demolidos, mucho antes que expirase su vida útil, simplemente porque sus habitantes no estaban conformes. Entre los motivos figuraban un constante vandalismo, crímenes diversos, un mantenimiento muy pobre e insatisfacción social de todo tipo: eran caldo de cultivo del tráfico de drogas, una auténtica escuela del delito para los niños que entraban en la adolescencia.
Las realidades del vivir en un rascacielos las conocemos desde hace muchos años pero debemos reconocer, también, que hay gente que le gusta vivir en ellos. Atraen a un cierto tipo de temperamento. Hay mucha gente hoy día a la que le gusta estar aislada del resto de la sociedad y que no siente la necesidad de ningún tipo de interacción con sus vecinos. Simplemente les gusta estar solos. No sé, quizás estemos evolucionando hacia un nuevo tipo de comunidad.
Los novelistas necesitan contemplar los casos extremos para poder llevar a cabo su obra. No quiero decir que todos los rascacielos del mundo están en peligro de guerra inminente, pero la tendencia hacia una gran insatisfacción social es una realidad. Tenemos varios ejemplos de complejos de rascacielos residenciales que han sido dinamitados, demolidos, mucho antes que expirase su vida útil, simplemente porque sus habitantes no estaban conformes. Entre los motivos figuraban un constante vandalismo, crímenes diversos, un mantenimiento muy pobre e insatisfacción social de todo tipo: eran caldo de cultivo del tráfico de drogas, una auténtica escuela del delito para los niños que entraban en la adolescencia.
Las realidades del vivir en un rascacielos las conocemos desde hace muchos años pero debemos reconocer, también, que hay gente que le gusta vivir en ellos. Atraen a un cierto tipo de temperamento. Hay mucha gente hoy día a la que le gusta estar aislada del resto de la sociedad y que no siente la necesidad de ningún tipo de interacción con sus vecinos. Simplemente les gusta estar solos. No sé, quizás estemos evolucionando hacia un nuevo tipo de comunidad.
Hace un rato usted hablaba del final del concepto “trabajo fijo” y en su obra hay abundantes alusiones a símbolos decadentes de progreso y de status, como ser pistas de aterrizaje abandonadas, piletas de natación vacías. Pienso que podíamos añadir las carcazas vacías de antiguas fábricas. En ciudades como Buenos Aires parecen dinosaurios fosilizados que nos hablan de un cambio de paradigmas. Hubo una época en que, para el hombre común, eran un símbolo del trabajo sólido.
Eso es cierto. Se las ve también en toda Europa occidental y en los Estados Unidos. Es el llamado “Rust Belt” (cinturón de óxido). Viejas industrias que han sido abandonadas. Inglaterra está llena de ellas. La vieja faja industrial del norte y el centro de Inglaterra, lugares como Birmingham, donde hace doscientos años comenzó la revolución industrial, están llenos de minas de carbón, destilerías de acero y fábricas abandonadas. Influye también el hecho de que Europa occidental y los Estados Unidos ya no tienen el monopolio de la industria pesada. Antes fabricábamos los ferrocarriles, aviones y autos de todo el mundo. Gran Bretaña, o más exactamente Escocia, en un astillero de Clyde, cerca de Glasgow, solía fabricar el noventa por ciento de los barcos del mundo. Ya no más. Ahora los barcos se hacen en Japón y en Taiwan. En cierta manera nos hemos visto forzados a transformarnos en una industria de servicios, de arquitectura, de diseño, y lo que vendemos ahora son cerebros -materia gris- al resto del mundo. Esto tiene el desafortunado efecto de dejar a la clase trabajadora tradicional sin nada que hacer. No puede esperarse que un hombre que se ha pasado veinte años trabajando en una mina de carbón se transforme en un analista de sistemas. Esto crea grandes problemas para un país con una gran masa trabajadora que alguna vez estuvo empleada en la industria pesada y que conquistó un justo respeto por su tarea, extrayendo carbón o forjando acero, trabajando con metales en fábricas de alta ingeniería. Esos trabajadores estaban orgullosos de su labor y de sus habilidades. Ahora esta gente es obligada a ganarse la vida manejando una combi o trabajando en una pequeña fábrica, embalando trajes de baño en cajas de cartón.
Ya no existe la dignidad del trabajo y eso es algo muy peligroso. Si la gente de clase media, de clase trabajadora o lo que fuere, no tiene más la sensación de dignidad, de orgullo por su trabajo, eso es un peligro social. Estoy seguro que esto también es verdad para la Argentina.
Eso es cierto. Se las ve también en toda Europa occidental y en los Estados Unidos. Es el llamado “Rust Belt” (cinturón de óxido). Viejas industrias que han sido abandonadas. Inglaterra está llena de ellas. La vieja faja industrial del norte y el centro de Inglaterra, lugares como Birmingham, donde hace doscientos años comenzó la revolución industrial, están llenos de minas de carbón, destilerías de acero y fábricas abandonadas. Influye también el hecho de que Europa occidental y los Estados Unidos ya no tienen el monopolio de la industria pesada. Antes fabricábamos los ferrocarriles, aviones y autos de todo el mundo. Gran Bretaña, o más exactamente Escocia, en un astillero de Clyde, cerca de Glasgow, solía fabricar el noventa por ciento de los barcos del mundo. Ya no más. Ahora los barcos se hacen en Japón y en Taiwan. En cierta manera nos hemos visto forzados a transformarnos en una industria de servicios, de arquitectura, de diseño, y lo que vendemos ahora son cerebros -materia gris- al resto del mundo. Esto tiene el desafortunado efecto de dejar a la clase trabajadora tradicional sin nada que hacer. No puede esperarse que un hombre que se ha pasado veinte años trabajando en una mina de carbón se transforme en un analista de sistemas. Esto crea grandes problemas para un país con una gran masa trabajadora que alguna vez estuvo empleada en la industria pesada y que conquistó un justo respeto por su tarea, extrayendo carbón o forjando acero, trabajando con metales en fábricas de alta ingeniería. Esos trabajadores estaban orgullosos de su labor y de sus habilidades. Ahora esta gente es obligada a ganarse la vida manejando una combi o trabajando en una pequeña fábrica, embalando trajes de baño en cajas de cartón.
Ya no existe la dignidad del trabajo y eso es algo muy peligroso. Si la gente de clase media, de clase trabajadora o lo que fuere, no tiene más la sensación de dignidad, de orgullo por su trabajo, eso es un peligro social. Estoy seguro que esto también es verdad para la Argentina.
Sin duda. ¿Y cuánta relación ve usted entre esta intranquilidad e inseguridad social y el auge del fundamentalismo religioso que ha influenciado, sin ir más lejos, la orientación política del actual gobierno de Estados Unidos y por ende el estado de cosas en el mundo?
Bueno, el fundamentalismo religioso ha alcanzado sin duda un grado sorprendente en Estados Unidos. Inglaterra, por el contrario, es una sociedad predominantemente secular; muy poca gente va a la iglesia aquí y la religión casi no tiene ninguna injerencia en la vida social. Ciertamente no es el caso de los Estados Unidos, donde es parte de un enorme mecanismo de defensa del país. Un país que siempre se ha considerado a sí mismo como un caso especial. Nosotros tenemos una frase para eso: “el excepcionalismo estadounidense”, porque ellos sienten que tienen una “democracia excepcional”; su mundo es un “mundo excepcional”, se ven como una especie de faro para el resto de la humanidad. Ahora bien, todo eso ha sido amenazado por algunas de las fuerzas de las que hablamos. El creciente reemplazo de manufacturas de los Estados Unidos por otras hechas en el Tercer Mundo les ha hecho perder empleos en industrias tradicionales como la del acero o la del automovil. La industria de la informática hizo otro tanto, transformando muchos puestos de trabajo en redundantes. Esto les metió mucha inseguridad. Tenga en cuenta que los estadounidenses no pueden tolerar la idea de ser segundos en nada; siempre tienen que ser Número Uno. Y si no pueden triunfar, enseguida piden ayuda a la Gran Agencia del Cielo. Y esperan que Dios les dé el cielo en la Tierra.
Pienso que su religiosidad, su revival religioso tal cual lo vemos a través de George W. Bush es muy peligroso; los va a llevar a un choque frontal con el resto del mundo. En particular con el mundo musulmán y, hasta me atrevo a decir, con Europa. Esperemos que esto no suceda.
Bueno, el fundamentalismo religioso ha alcanzado sin duda un grado sorprendente en Estados Unidos. Inglaterra, por el contrario, es una sociedad predominantemente secular; muy poca gente va a la iglesia aquí y la religión casi no tiene ninguna injerencia en la vida social. Ciertamente no es el caso de los Estados Unidos, donde es parte de un enorme mecanismo de defensa del país. Un país que siempre se ha considerado a sí mismo como un caso especial. Nosotros tenemos una frase para eso: “el excepcionalismo estadounidense”, porque ellos sienten que tienen una “democracia excepcional”; su mundo es un “mundo excepcional”, se ven como una especie de faro para el resto de la humanidad. Ahora bien, todo eso ha sido amenazado por algunas de las fuerzas de las que hablamos. El creciente reemplazo de manufacturas de los Estados Unidos por otras hechas en el Tercer Mundo les ha hecho perder empleos en industrias tradicionales como la del acero o la del automovil. La industria de la informática hizo otro tanto, transformando muchos puestos de trabajo en redundantes. Esto les metió mucha inseguridad. Tenga en cuenta que los estadounidenses no pueden tolerar la idea de ser segundos en nada; siempre tienen que ser Número Uno. Y si no pueden triunfar, enseguida piden ayuda a la Gran Agencia del Cielo. Y esperan que Dios les dé el cielo en la Tierra.
Pienso que su religiosidad, su revival religioso tal cual lo vemos a través de George W. Bush es muy peligroso; los va a llevar a un choque frontal con el resto del mundo. En particular con el mundo musulmán y, hasta me atrevo a decir, con Europa. Esperemos que esto no suceda.
Recientemente usted declaró que se imagina la probabilidad de actos terroristas al azar, que habrán de desafiar al pensamiento lógico, porque no estarán dirigidos a una meta política específica. ¿Por qué piensa esto?
Es que los actos de terrorismo al azar son mucho más desestabilizadores que los que tienen un blanco obvio. Buena parte del efecto devastador que tuvo el ataque del 11 de septiembre al World Trade Center sobre los estadounidenses viene de darse cuenta que fue un ataque prácticamente al azar. A primera vista, estrellar un avión contra un rascacielos es algo sin sentido, cuando uno piensa que Estados Unidos tiene decenas de miles de rascacielos y miles de trabajadores de oficina. Tomar un avión y estrellarlo contra un edificio es el tipo de acción que se le ocurriría a un niño. Fue casi un acto al azar.
Por el contrario, la gente –en general- no se inmutó por el avión que se estrelló contra el Pentágono, porque ese no fue un ataque al azar, sino un ataque a un blanco militar y por lo tanto encaja dentro de nuestra imagen conceptual del mundo.
Lo mismo sucede cuando vemos por TV la noticia de que un tipo entró armado en un supermercado, mató a quién sabe cuánta gente a balazos y después se suicidó. Uno se pregunta ¿por qué lo hizo? No tiene ningún sentido, pero la noticia nos sigue dando vueltas en la cabeza. Es muy perturbadora. En cambio, cuando leemos que un ladrón le disparó al cajero de un banco, al tratar de sustraerle el dinero, eso lo podemos aceptar. Es un crimen terrible, pero tiene sentido. Los crímenes sin sentido son perturbadores porque desafían nuestra percepción de que el mundo está regido por acciones racionales y gobernado por hombres y mujeres también racionales. Cuando uno introduce el elemento del azar, sentimos que estamos todos en peligro: alguien puede golpear a mi puerta y pegarme un tiro, así como así. ¿Por qué? Quien sabe...
Es que los actos de terrorismo al azar son mucho más desestabilizadores que los que tienen un blanco obvio. Buena parte del efecto devastador que tuvo el ataque del 11 de septiembre al World Trade Center sobre los estadounidenses viene de darse cuenta que fue un ataque prácticamente al azar. A primera vista, estrellar un avión contra un rascacielos es algo sin sentido, cuando uno piensa que Estados Unidos tiene decenas de miles de rascacielos y miles de trabajadores de oficina. Tomar un avión y estrellarlo contra un edificio es el tipo de acción que se le ocurriría a un niño. Fue casi un acto al azar.
Por el contrario, la gente –en general- no se inmutó por el avión que se estrelló contra el Pentágono, porque ese no fue un ataque al azar, sino un ataque a un blanco militar y por lo tanto encaja dentro de nuestra imagen conceptual del mundo.
Lo mismo sucede cuando vemos por TV la noticia de que un tipo entró armado en un supermercado, mató a quién sabe cuánta gente a balazos y después se suicidó. Uno se pregunta ¿por qué lo hizo? No tiene ningún sentido, pero la noticia nos sigue dando vueltas en la cabeza. Es muy perturbadora. En cambio, cuando leemos que un ladrón le disparó al cajero de un banco, al tratar de sustraerle el dinero, eso lo podemos aceptar. Es un crimen terrible, pero tiene sentido. Los crímenes sin sentido son perturbadores porque desafían nuestra percepción de que el mundo está regido por acciones racionales y gobernado por hombres y mujeres también racionales. Cuando uno introduce el elemento del azar, sentimos que estamos todos en peligro: alguien puede golpear a mi puerta y pegarme un tiro, así como así. ¿Por qué? Quien sabe...
A veces, cuando nos enfrentamos a un incidente menor como un corte de luz o un teléfono que no funciona, nos damos cuenta hasta qué punto damos por sentados los llamados símbolos de civilización y cuán desamparado estaríamos si se nos arrojara de repente en un ambiente hostil. Varias de sus novelas han abordado este tema, recuerdo en particular La isla de cemento, pero el patrón común parece ser que al principio el protagonista se desespera y añora volver a la vida que conoce pero, con el tiempo, instintos que estaban adormecidos se despiertan en su interior y comienza a amar su nuevo entorno.
Parece ser que, cuanto más nos malcría el comfort moderno, muy adentro nuestro más añoramos sacar afuera el animal que llevamos en nuestro interior.
Es verdad. Constantemente estamos redescubriendo, en nuestras vidas privadas, el pasado histórico en el que se movieron nuestros ancestros. Resulta irónico que el tipo de vacaciones que se toman hoy en día algunas personas se parece mucho al mundo de trabajo descomunal que nuestros antepasados se vieron forzados a afrontar para poder sobrevivir. La gente hoy hace “turismo aventura”: se calzan un par de botas pesadas, meten algunas latas de comida en la mochila y se largan a un medio hostil para aprender a hacer fuego frotando dos palitos, averiguar qué tipo de planta puede darles un poco de agua si machacan las hojas y cómo conseguir comida en tierras desconocidas. ¡Y pagan miles de dólares por hacerlo!
Lo hacen por una muy buena razón: nos sentimos insatisfechos como ciudadanos de este mundo en el que vivimos, donde somos la mayor parte del tiempo, meros consumidores de una gran variedad de productos manufacturados. Todo lo que debemos hacer para sobrevivir es leer las instrucciones que trae la etiqueta de la lata de comida. Eso, y saber abrir una canilla...
Eso explica por qué, cuando hay rumores de guerra inminente, hay jovenes que corren a alistarse en el ejército, porque desean ejercitar sus habilidades de supervivencia, sepultadas bajo un mundo de tarjetas de crédito y comfort.
Parece ser que, cuanto más nos malcría el comfort moderno, muy adentro nuestro más añoramos sacar afuera el animal que llevamos en nuestro interior.
Es verdad. Constantemente estamos redescubriendo, en nuestras vidas privadas, el pasado histórico en el que se movieron nuestros ancestros. Resulta irónico que el tipo de vacaciones que se toman hoy en día algunas personas se parece mucho al mundo de trabajo descomunal que nuestros antepasados se vieron forzados a afrontar para poder sobrevivir. La gente hoy hace “turismo aventura”: se calzan un par de botas pesadas, meten algunas latas de comida en la mochila y se largan a un medio hostil para aprender a hacer fuego frotando dos palitos, averiguar qué tipo de planta puede darles un poco de agua si machacan las hojas y cómo conseguir comida en tierras desconocidas. ¡Y pagan miles de dólares por hacerlo!
Lo hacen por una muy buena razón: nos sentimos insatisfechos como ciudadanos de este mundo en el que vivimos, donde somos la mayor parte del tiempo, meros consumidores de una gran variedad de productos manufacturados. Todo lo que debemos hacer para sobrevivir es leer las instrucciones que trae la etiqueta de la lata de comida. Eso, y saber abrir una canilla...
Eso explica por qué, cuando hay rumores de guerra inminente, hay jovenes que corren a alistarse en el ejército, porque desean ejercitar sus habilidades de supervivencia, sepultadas bajo un mundo de tarjetas de crédito y comfort.
Antes la norma era que los padres echaran mano de sus experiencias en el mundo para tratar de aconsejar a sus hijos, pero en el siglo XXI hay muy pocas certezas. Esto ha creado una situación donde padres y maestros están constantemente a la defensiva y tratan más de congraciarse con la joven generación que de asumir el rol de guía y de educador.
Ah, bueno, yo puedo opinar como alguien que ha criado tres hijos. El varón es un poco tímido pero mis dos hijas mujeres tienen una voluntad de hierro y desde edad temprana fueron ellas las que me dijeron a mí lo que debía hacer. Me llevó un tiempo aprender pero me di cuenta que siempre tenían razón y que por lo general era yo el que estaba equivocado cuando se trataba de decisiones familiares. De modo que quizás mi experiencia no sea muy típica...
Creo que los padres enfrentan un mundo difícil, porque los chicos hoy día se ven bombardeados desde una edad muy temprana con una publicidad y un estilo de vida orientados exclusivamente al entretenimiento, donde las decisiones más importantes son qué clase de jeans o qué marca de zapatillas te comprás y cuál es la última moda. Y esto lo viven ya desde los cinco años de edad. Los chicos respiran el aire de esta cultura del entretenimiento y viven en una especie de gran salón de juegos o parque de diversiones, con luces brillantes que los bañan todo el tiempo. Los padres, en este contexto, no tienen ninguna oportunidad. Es muy difícil.
Algunos dicen “y bueno, apagáles la televisión.” Eso no es posible. No sé muy bien qué decir. Tal vez haya que rendirse. Dejar que los chicos hagan lo que quieran...
Ah, bueno, yo puedo opinar como alguien que ha criado tres hijos. El varón es un poco tímido pero mis dos hijas mujeres tienen una voluntad de hierro y desde edad temprana fueron ellas las que me dijeron a mí lo que debía hacer. Me llevó un tiempo aprender pero me di cuenta que siempre tenían razón y que por lo general era yo el que estaba equivocado cuando se trataba de decisiones familiares. De modo que quizás mi experiencia no sea muy típica...
Creo que los padres enfrentan un mundo difícil, porque los chicos hoy día se ven bombardeados desde una edad muy temprana con una publicidad y un estilo de vida orientados exclusivamente al entretenimiento, donde las decisiones más importantes son qué clase de jeans o qué marca de zapatillas te comprás y cuál es la última moda. Y esto lo viven ya desde los cinco años de edad. Los chicos respiran el aire de esta cultura del entretenimiento y viven en una especie de gran salón de juegos o parque de diversiones, con luces brillantes que los bañan todo el tiempo. Los padres, en este contexto, no tienen ninguna oportunidad. Es muy difícil.
Algunos dicen “y bueno, apagáles la televisión.” Eso no es posible. No sé muy bien qué decir. Tal vez haya que rendirse. Dejar que los chicos hagan lo que quieran...
A los autores que alguna vez han sido etiquetados como “de ciencia-ficción” suele atormentárselos con pedidos de predicciones acerca del mundo del futuro. ¿Puedo entonces sumarme al club de los previsibles y pedirle un comentario acerca de lo que nos espera a nosotros, los terráqueos?
(Se ríe) Tengo 74 años, así que puedo hacer profecías con tranquilidad, convencido que no voy a estar aquí para ver que se cumplan. Creo que al mundo le espera una época bastante brava. Me preocupa por mis propios hijos y por mis pobres cuatro nietos. Me preocupa mucho. Pienso que les espera un mundo donde todo va a ser bastante azaroso, bastante volátil. Nada será claramente previsible. Yo nací en 1930 y sobreviví a la Segunda Guerra Mundial. Sobreviví a las dos pesadillas mayores que la raza humana haya creado: la Alemania nazi y la Rusia stalinista. Ahora bien, esos dos terribles eventos al menos se discernían claramente. Sabíamos quién era el enemigo, ya fuera de la derecha o de la izquierda.
Con el colapso del comunismo a principios de los años ’90 y la caída del muro de Berlín entre Europa occidental y oriental, ya no sabemos quién es el enemigo. Incluso un gobierno como el que tiene hoy los Estados Unidos se comporta de una manera casi irracional, por ejemplo con la guerra en Irak. No está consiguiendo lo que se propuso conseguir. Pero ahora, con su reciente reelección, Bush se sentirá respaldado para embarcarse en más aventuras de este tipo, desestabilizando así la totalidad de Medio Oriente, cuando su objetivo original era precisamente lo opuesto: traer estabilidad a la región. Si una organización tan poderosa y llena de gente muy inteligente como el gobierno de Estados Unidos puede comportarse de una manera tan irracional, ¿qué se puede esperar del resto?
Pienso en todas las costumbres sociales, en el mundo del consumo, en las ciencias, en el mundo industrial, en todo tipo de problemas ecológicos, en las escasas reservas de petróleo... Cuando los pozos se empiecen a secar ahí van a haber problemas de veras. Todo es incierto hoy en día: inseguridad laboral, inseguridad social, las relaciones entre padres e hijos y demás. La habilidad de los gobiernos de brindar bienestar social -tal cual lo conocimos en Europa occidental- también va a ser puesta a prueba, porque no van a tener los medios como para afrontarlo. Ya los gobiernos de Inglaterra, Alemania y Francia están preocupados por la probable imposibilidad, en el futuro cercano, de afrontar el pago de jubilaciones, de darle a un número cada vez más grande de gente mayor de 60 ó 65 años un estándard de vida decente. Como le decía, me preocupan mis hijas y mis nietos. Espero que sobrevivan.
(Se ríe) Tengo 74 años, así que puedo hacer profecías con tranquilidad, convencido que no voy a estar aquí para ver que se cumplan. Creo que al mundo le espera una época bastante brava. Me preocupa por mis propios hijos y por mis pobres cuatro nietos. Me preocupa mucho. Pienso que les espera un mundo donde todo va a ser bastante azaroso, bastante volátil. Nada será claramente previsible. Yo nací en 1930 y sobreviví a la Segunda Guerra Mundial. Sobreviví a las dos pesadillas mayores que la raza humana haya creado: la Alemania nazi y la Rusia stalinista. Ahora bien, esos dos terribles eventos al menos se discernían claramente. Sabíamos quién era el enemigo, ya fuera de la derecha o de la izquierda.
Con el colapso del comunismo a principios de los años ’90 y la caída del muro de Berlín entre Europa occidental y oriental, ya no sabemos quién es el enemigo. Incluso un gobierno como el que tiene hoy los Estados Unidos se comporta de una manera casi irracional, por ejemplo con la guerra en Irak. No está consiguiendo lo que se propuso conseguir. Pero ahora, con su reciente reelección, Bush se sentirá respaldado para embarcarse en más aventuras de este tipo, desestabilizando así la totalidad de Medio Oriente, cuando su objetivo original era precisamente lo opuesto: traer estabilidad a la región. Si una organización tan poderosa y llena de gente muy inteligente como el gobierno de Estados Unidos puede comportarse de una manera tan irracional, ¿qué se puede esperar del resto?
Pienso en todas las costumbres sociales, en el mundo del consumo, en las ciencias, en el mundo industrial, en todo tipo de problemas ecológicos, en las escasas reservas de petróleo... Cuando los pozos se empiecen a secar ahí van a haber problemas de veras. Todo es incierto hoy en día: inseguridad laboral, inseguridad social, las relaciones entre padres e hijos y demás. La habilidad de los gobiernos de brindar bienestar social -tal cual lo conocimos en Europa occidental- también va a ser puesta a prueba, porque no van a tener los medios como para afrontarlo. Ya los gobiernos de Inglaterra, Alemania y Francia están preocupados por la probable imposibilidad, en el futuro cercano, de afrontar el pago de jubilaciones, de darle a un número cada vez más grande de gente mayor de 60 ó 65 años un estándard de vida decente. Como le decía, me preocupan mis hijas y mis nietos. Espero que sobrevivan.
Bueno, ahora en un espíritu si se quiere algo más liviano, ya que una parte significativa de nuestra revista trata acerca de la música popular, a nuestros lectores le gustará saber que usted es altamente estimado en el campo del rock. El grupo Joy Division bautizó el tema Atrocity exhibition por su libro del mismo nombre y Magazine le puso Motorcade a una canción también como tributo a su obra. Usted dice que aprendió mucho de sus hijas, ¿le enseñaron también algo de rock?
No soy una persona muy musical pero aprendí un montón de mis hijas hace muchos años, cuando me hicieron conocer el punk. Allá por 1975 empezaron a traer a casa revistas de música que estaban llenas de ese extraño nuevo movimiento, que fue algo realmente radical. Grupos punks como los Sex Pistols eran rebeldes políticos de verdad. Rechazaban la vida burguesa por completo. La vida burguesa les ofrecía a los jovenes el trabajo fijo, la hipoteca, seguridad en la vejez. Y el punk detestaba todo eso.
No soy una persona muy musical pero aprendí un montón de mis hijas hace muchos años, cuando me hicieron conocer el punk. Allá por 1975 empezaron a traer a casa revistas de música que estaban llenas de ese extraño nuevo movimiento, que fue algo realmente radical. Grupos punks como los Sex Pistols eran rebeldes políticos de verdad. Rechazaban la vida burguesa por completo. La vida burguesa les ofrecía a los jovenes el trabajo fijo, la hipoteca, seguridad en la vejez. Y el punk detestaba todo eso.
La famosa ética del “no future”.
¡Absolutamente! El punk odiaba la vida burguesa. A mí el punk me pareció fantástico, me encantó. ¡Por fin unos rebeldes verdaderos! Cualquier cosa para destruir el orden burgués. Porque el orden burgués está siendo manipulado por los enormes conglomerados para venderte cositas. Son los mismos que quieren que te gastes la plata que te sobra en el supermercado. Los que quieren que te compres un auto nuevo, una heladera nueva, un nuevo lavarropas. El punk les dijo ¡NO! Y eso me encantó. Amé el punk. Y después no pasó más nada. Ya no hay rebeldes. La gente cree que los Rolling Stones son rebeldes, pero están tan integrados al mundo de la mùsica comercial como lo estaban Bing Crosby y Frank Sinatra. No son rebeldes para nada. Son una máquina de hacer dinero.
¡Absolutamente! El punk odiaba la vida burguesa. A mí el punk me pareció fantástico, me encantó. ¡Por fin unos rebeldes verdaderos! Cualquier cosa para destruir el orden burgués. Porque el orden burgués está siendo manipulado por los enormes conglomerados para venderte cositas. Son los mismos que quieren que te gastes la plata que te sobra en el supermercado. Los que quieren que te compres un auto nuevo, una heladera nueva, un nuevo lavarropas. El punk les dijo ¡NO! Y eso me encantó. Amé el punk. Y después no pasó más nada. Ya no hay rebeldes. La gente cree que los Rolling Stones son rebeldes, pero están tan integrados al mundo de la mùsica comercial como lo estaban Bing Crosby y Frank Sinatra. No son rebeldes para nada. Son una máquina de hacer dinero.
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3 comentarios:
Conocia a este autor por la pelicula EL IMPERIO DEL SOL.
tAMBIÉN POR ALGUNOS ARTÍCULOS.
Interesantísima ESTA ENTREVISTSA.
Un aporte incalculable sobre las condiciones sociales, en sus palabras, estamirada que hace de este movimiento tan rico dentro de la juventud, el punk.
Una gran entrevista, ya la había leído en la revista pero editada y de hecho no recordaba lo buena que era. Felicitaciones Rosso.
Enrique Zulberti.
La verdad que no conocía al autor, es bastante interesante. Voy a chusmear un poco mas.
Muy bueno el blog, voy a seguir leyendo los archivos que me coparon mucho.
Saludos!!
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