jueves, 28 de julio de 2016


Esta nota se publicó en revista Mavirock en 2014, pero las emociones que me produjeron los viajes retratados en este artículo, continúan conmigo. Por eso me pareció un buen comienzo para revitalizar el blog Mundorosso.  A.R. 28-7-16

MIS VIAJES CON EL ROCK

Entre abril y junio, Alfredo Rosso salió de viaje. Su GPS señalaba: Montevideo, Berlín, Londres. Los hitos musicales fueron Paul McCartney, Mike Heron, Graham Parker & the Rumour y Echo & the Bunnymen. Lo que sigue es un detallado informe extraído de su hoja de ruta rockera.

Un Beatle en el Río de la Plata

Un Beatle. Ver un Beatle. Hace bien. Reconforta. Luján. Compostela. Canterbury. Las procesiones tienen una lógica en sí mismas. Un deseo de alcanzar alturas. Cada una tiene sus códigos, sus rituales. La procesión hacia Paul McCartney, en este mes de abril del hemisferio sur, iba de Buenos Aires a Montevideo. Una tibia tarde de otoño -sábado además- terminé Figuración, el programa que compartimos con Noemí, mi esposa y me alcanzó en el auto familiar, costeando sin esfuerzo las seis o siete cuadras que separan Radio Nacional de la terminal de Buquebús. Llegué con el tiempo suficiente como para tapar la languidez de la media tarde con una medialuna rellena. Después ese flotar sin tiempo y sin sostén del ferry en el río. Mi recoleta unidad contrastaba a con un vociferante festejo familiar y adolescente. Tengo defensas para estos casos. Un discman que algunos se empecinan en llamar anacrónico y un CD perfecto: Dave Brubeck, Paul Desmond y Gerry Mulligan extendiendo un “Take five” en vivo en Newport hasta extraerle una divina armonía de notas y vibras. Al rato, casi sin presentirlo, pasamos el Cerro y el puerto de Montevideo nos abrió sus amables brazos. Antes de atracar, sin embargo, maniobramos en derredor de uno de esos yates que semejan edificios enormes en perenne, jolgoriosa reunión de consorcio.


                                           Paul McCartney en el Centenario de Montevideo

Debía confrontar mi peor pesadilla: llegar tarde, no encontrar la entrada de prensa, vagar alrededor del estadio escuchando las ovaciones de allá adentro; buscando un nombre, una caseta, una pista...  Pero no. En el muelle estaba Micky, amigo fraterno. Su auto esperó con él que yo hiciera el check-in en minutos que disfracé de segundos en un hotel boutique de la Ciudad Vieja y mientras caía la penumbra y una leve niebla sobre Montevideo, enfilamos por una interminable calle recta hacia el Centenario.  Montevideo tiene esa cosa informal, vecinal diría, que hace que uno pueda llegar a las fauces mismas de las graderías sin que nadie te pare. Imaginé el Monumental y sus desvíos, quince cuadras antes, silbatos, filas, vallas, chequeos.  Montevideo es unplugged.  La gente pasa sin apuro. Van a llegar a tiempo. Lo saben. No desesperan. Yo tardé un ratito más por el desconcierto de una calle que dobla y parece seguir llamándose igual, pero al final, allí estaba mi ticket. Aunque me decidí tarde y lo pedí tarde también, desde mis dudas porteñas de cinco días antes...  Aún así hubo un ángel que me comprendió y dijo: “este tipo sí, éste entra...” Circunvalé un camino de cemento, subí una barranquita de pasto, entré por una de esas puertas que dan a un hall repleto de copas y galardones ganados en pretéritas gestas deportivas, me adelanté previsor al comentario de vejigas quejumbrosas, y ahí estaba, a las ocho y media, en la platea alta, binocular en mano, cámara lista, viendo el cúmulo de viñetas de la vida de Paul que desfilaban por las pantallas grandes –con música alusiva- esperando el gran clímax, el momento en que aquel Beatle que ya pasó de ser leyenda y que volvió a ser a veces normal, a veces otra vez leyenda, pisara el escenario con sus compinches de ahora; músicos eficientes, a veces brillantes, que lo tratan de igual a igual hasta que en algún momento, para sus adentros, se pellizcan y se dicen: “¡Joder! ¡Estoy tocando con un fuckin’ Beatle!
            A quince de las nueve de la noche, cerrada ovación mediante, los músicos a sus puestos y un ritmo zumbón y creciente me llevó sin escalas a mis diez años: “Eight days a week”, el tema que empezaba Beatles for Sale; el mismo que usaba el luchador de Titanes en el Ring apodado “El Beatle Francés” para hacer su entrada en el ring allá por 1965. ¡Los recuerdos se fijan caprichosamente! La banda rockea: no problem, pero el sonido está como una “vidriera en preparación”, o sea, dale tiempo al sonidista y dejará de ser brumoso. El saludo de rigor: “¡Hola Montevideo! ¡Bienvenidos uruguayos! Estoy muy contento de verlos otra vez” y sale otro uppercut a la mandíbula de la memoria colectiva con “All my loving”, sólido, elegante, suelto. Es hora de plantar a la banda en el escenario con un sonoro ¡bang! Y “Let me roll it” es perfecto, uno de los motivos que hacen de Band on the Run el álbum clásico que es. La versión es densa, con ese aire espeso a mitad de camino entre el blues y la balada que Paul maneja tan bien.  Enseguida llegan  las armonías de “We can work it out” –en una excelente reproducción del arreglo original a tres voces, lo cual es decir algo...- y me parece que estoy escuchando la letra por primera vez en los cuarenta y tantos años que conozco el tema. El argumento de un escritor que aspira a ser best-seller y que no tiene escrúpulos en estirar, cortar o modificar su novela de acuerdo a las necesidades del mercado, me suena tremendamente actual. ¡Temazo!
            Paul tiene bien aprendida la lección, atribuida a un tío que también estaba en el show business, de que un recital tiene que ser como una “W”: empezar arriba, bajar un poquito, crear una cúspide por la mitad, volver a amainar levemente y terminar con todo. Pues bien, después del primer lance de intensidad, McCartney entra en un pasadizo intimista, en el que queda solo en el escenario, a veces al piano, otras con la guitarra, para recorrer temas atemporales como “Maybe I’m amazed”, la joya de la corona de las tantas canciones que le dedicó a su primera esposa, Linda y “I’ve just seen a face”, que suena renovado respecto de la ya intensa versión original del álbum Help.  ¿Sorpresas? Varias. La aparición de “Another day”, un exquisito tema pop de sus principios como solista, y lo bien que se ubican en el repertorio canciones actuales como “My Valentine” y “Queenie Eye”. 
            Hasta la hora y pico de recital, todo fue bien musicalmente y el rapport con el público era irreprochable, pero, francamente, a partir de la deslumbrante y conmovedora versión de “Blackbird”, la intensidad se redobló, y lo que era de por sí un show impecable y profesional, entró en otra dimensión.  De golpe Paul formó un formidable frontón rockero con sus guitarristas Rusty Anderson y Brian Ray  para sacarle chispas a delectables versiones de “Lady Madonna”, “One after 909”, “Band on the run” y “Back in the USSR”, intercalando inesperados rescates como los de los Pepperianos “Lovely Rita” y “Being for the benefit of Mr. Kite” más una versión de “Eleanor Rigby” que me puso piel de gallina con su carga emotiva. Hasta se dejó un espacio para el simple encanto skiffle de “All together now” y el pop pasado por ska de “Ob-la-di, ob-la-da”, coreados sin resistencia por todo el Centenario.
            Un plus especial de Paul McCartney es que ha sido un músico multifacético desde los días en que los Beatles pagaban su derecho de piso en los clubes de dudosa fama de Hamburgo. Paul sabe que los diferentes climas musicales tienen su justo lugar en la noche de un show y por eso, no extraña que la parte final del recital en sí termine dramáticamente a fuerza de baladas de alta gama como “Let it be”, “Live and let die” (con fanfarria de fuego y bombas de estruendo, como es ya habitual) y “Hey Jude”.  Las luces amainan y la banda se va, pero todos sabemos que volverán ¡y cómo!  El primer set de bises es a puro rock and roll: “Day tripper” y “Get back” son elecciones que se caen de maduras, pero, nueva sorpresa, me encantó verlos hacer “Hi hi hi”, aquél maléfico rocker de Wings al que la BBC juzgó necesario negar la difusión radial, sea por su enfática simbología erótica, por su referencia a estados anímicos artificialmente alterados o por un cóctel de ambos. La versión 2014 pasa aplastando.
            Más ovaciones... Y tenía que haber más Paul. “Yesterday” humedeció ojos sensibles y se vino por fin el grand finale con otra batería de rockers que empezó allá arriba con “Helter skelter” y siguió arriba con el medley final de Abbey Road, aquel de “Golden slumbers/Carry that weight/the end” que incluía una concisa y furibunda zapada a tres guitarras, recreada y expandida aquí por McCartney, Anderson y Ray, mientras Abe Laboriel Jr. Sostiene el ritmo a puro palo.  
            “Y al final, el amor que te llevás es igual al amor que hiciste...”  La frase final que cerró aquella gloriosa década Beatle queda flotando ahora sobre un estadio Centenario que se va vaciando cansinamente. Impecable corolario para la noche inolvidable de un Beatle en el Río de la Plata.

Un Incredibiliano en Berlín

            Berlín representaba, para mí, un misterio enorme. Pensaba en la barrera del idioma. Pensaba en las ciudades fantasmas que podían acechar debajo de la ciudad real: la Berlín derruida y devastada, contemplada con asombro y horror en aquellos noticieros en blanco y negro que retrataron los últimos días del Tercer Reich. Luego, la Berlín de las películas de espías Este-Oeste, con el tenso monolito del Checkpoint Charlie como divisoria de aguas entre dos visiones opuestas del mundo. También la Berlín posmoderna, esperanzada y contradictoria que espié en Las Alas del Deseo de Wim Wenders, con Bruno Ganz como angel humanizado y Peter Falk, alias Columbo, dándole la bienvenida al mundo tangible del sabor a café y el olor a tabaco, con Nick Cave haciendo arte desde el sudor y las cenizas de un adorable tugurio rockero.
            No me esperaba esta Berlín de manos abiertas, de casual bonhomía. Es obvio que hay cicatrices.  Algunas son tangibles. El guía nos habla de diferentes remuneraciones para el mismo trabajo, según provengas del Este o del Oeste de aquel muro que ya no está pero que a veces te hace sentir su inmanencia de maneras imperceptibles. Aunque más lejana para las nuevas generaciones, la memoria de la tragedia nazi tampoco se esconde: está presente en museos, hitos, monumentos, memoriales. Pero lo que más me quedó, en última instancia, fue la cara nueva de Berlín, la sensación de amplitud, geográfica, sí, pero por sobre todo espiritual. Respiré un optimismo que no tiene que ver con la bonanza económica –que sin duda ayuda- o con la persistente reconstrucción urbana, sino con la genuina sensación de que ha comenzado otra etapa en el ánimo colectivo. Cuando se habla de los pulmones de una ciudad, generalmente uno piensa en plazas y espacios verdes, pero la calidad del oxígeno que respiran los habitantes de una urbe tiene también que ver, y mucho, con el ánimo colectivo, con la sensación de un rumbo compartido, y lo que percibí fue una Berlín optimista... y contagiosa.
            En la Frederickstrasse descubrí a Dussmann, una disquería fantástica con un catálogo inmejorable de perlas de ayer y hoy. Estando en Alemania, era lógico que me empeñase en completar el repertorio de una de mis bandas teutonas favoritas: Amon Düül II. Y allí estaba, esperándome, Phallus Dei, su disco debut, cuyo vinilo misteriosamente había perdido hace décadas. ¡La vida da revancha!  Al rato, nos dirigimos con mi esposa Noemí, al HAU 1, en la Stresenmannstrasse, una calle con mucha onda y un toque de bohemia, cerca de los míticos estudios Hansa, donde Bowie grabó su famosa trilogìa berlinesa de Low, Heroes y Lodger.



                                              Mike Heron en el HAU 1 de Berlín; en la foto superior, con Trembling 
                                               Bells.

 El HAU 1 es un típico teatro de barrio, íntimo y un tanto desvencijado, lo cual le da un toque querible, amistoso. El marco propicio para ver a uno de los puntales de la Incredible String Band en el comienzo de una gira alemana junto a Trembling Bells, una banda escocesa, como Mike, que ya tiene cuatro álbumes bajo su nombre y que, primero que nada, son fans del músico y se les nota por el cuidado que dispensan en sus arreglos, instrumentaciones y voces al encarar los temas de Heron, tanto los de Incredible como los de su obra solista. Como para ponernos rápidamente en clima, comenzaron con dos clásicos del álbum 5000 Spirits or the Layers of the Onion, “Chinese white” y “Painting box”, para pasar luego al etéreo “Air”, tema de Wee Tam and the Big Huge que, al menos en mi memoria, siempre estará asociado a la hilarante escena del film de Milos Forman Taking Off, donde un hippie les enseña a fumar un porro a un puñado de padres, maestros y demás personajes de lo que por entonces se consideraba “el mundo careta”.  Un primer pico de intensidad lo marcó “Feast of Stephen”, tema que Heron grabó por primera vez en su debut solista, Smiling Men with Bad Reputations, en 1971, y del cual existe una remozada versión en estudio con los Trembling Bells, hecha en 2010.
            Tras la tradicional “Black Jack David” -la recurrente historia del atorrante trotamundos que seduce a la hija del amo y señor de la comarca- el recital alcanzó un instante de magia peculiar en “Maya”, con la participación de la tecladista Lavinia Blackwall en primera voz.  Hubo, en síntesis, muchos puntos altos, entre ellos “Log cabin home in the sky”, aquella viñeta de un romance cuyo calor mantiene a raya el gélido frío del invierno en una cabaña alejada del mundanal ruido; el siempre bienvenido carpe diem de “This moment”, y un final esperado y disfrutado con “A very cellular song”, esa deliciosa mini-suite que cerraba el lado uno del álbum The Hangman’s Beautiful Daughter (otro hito fundamental de la gesta Incredibiliana) y que tiene entre sus personajes principales a una simpática ameba. Después de haberlo visto en un contexto más austero, fue gratificante contemplar el brillo del rico catálogo de Mike Heron con un suntuoso marco de teclados, guitarras, violín y percusión, un ensemble en el que los Trembling Bells se fusionaron con la propia hija de Mike, Georgia Seddon, integrante fija de su banda actual.
            Los bises con las delicadas armonías vocales de “Bright morning, stars are rising” y la dulce ironía de “The hedgehog song” fueron el broche justo para una noche que quedará en la memoria, y que tuvo un inesperado bonus track cuando el propio Heron nos invitó a compartir su mesa en un bar vecino para un brindis pos-recital surcado por anécdotas y recuerdos de su amplia y colorida carrera.

                                           
                                            Brindis post recital, con Mike, esposas y amigos

Parker y Bunnymen, al calor de Londres

            Un Londres soleado y pre-veraniego nos brindó una inesperada bienvenida. Con el tiempo limitado, surqué las calles del Soho en busca de las buenas disquerías –que todavía quedan, no hay necesidad de entrar en pánico aún-  dispuesto a traer algunas piezas que hacía tiempo codiciaba. Y aunque han desaparecido algunos mojones de antaño, como Virgin Records, en una esquina de Shaftesbury Avenue, la avenida de los teatros, a pasos de Charing Cross Rd., me topé con Fopp, una disquería relativamente nueva de dos plantas: abajo las novedades y en el primer piso material de catálogo. Bien provista y con precios lógicos, una muy buena opción para quienes seguimos apostando al formato físico de la música. Principalmente CDs, pero también algunos vinilos y unos fantásticos libros de rock a muy buenos precios.

                                       Graham Parker & the Rumor, versión 2014, en el 
                                          Shepherd's Bush Empire

           En cuarenta y ocho horas pasamos dos veces por el principal teatro de recitales que hoy ostenta Londres, el Shepherd Bush’s Empire. Un viernes tocaba Graham Parker, uno de los grandes héroes de culto de la New Wave inglesa original, aunque, por más que lo intente ubicar en tiempo y espacio, todas las etiquetas son injustas. Parker fue siempre un estilo en sí mismo. Llamarlo cantautor le queda chico: su música siempre tuvo un costado filoso, con letras de peculiar agudeza, tanto cuando retratan las contradicciones de un romance que no llegó a buen puerto, las desventuras de un adolescente problemático o los viacrucis cotidianos del hombre común frente a la indiferencia del cuerpo social. Acompañado impecablemente por los músicos originales de The Rumour, su banda histórica, Parker demostró a lo largo de una hora y media que su abrasiva voz ha resistido muy bien el paso de las décadas, conservando indemnes su caudal y su expresividad, y que sus temas no han perdido potencia ni relevancia.  “No holding back”, “Stick to me”, “Watch the moon come down”, “Discovering Japan” y “Nobody hurts you” se destacaron en una noche de singular intensidad, y me agrada poder decir que las canciones de su reciente álbum de reaparición, Three Chords Good, se fusionaron con gracia con los viejos clásicos.  Un merecido párrafo final para destacar el excelente set acústico del telonero Glenn Tilbrook, pilar del grupo Squeeze, en esta ocasión en plan solista, quien puso a la audiencia en el clima ideal para degustar el número de fondo.

                                          Amigos del claroscuro: Echo & the Bunnymen, 
                                           Shepherd's Bush Empire, 2014.

            Dos días más tarde, el mismo escenario fue testigo del retorno de unos hijos pródigos del Liverpool musical de los ’80: Echo & the Bunnymen, que en su más reciente encarnación están centrados en sus dos motores principales históricos: el cantante y compositor Ian McCulloch y el guitarrista Will Sergeant.  La banda estrenaba su flamante álbum Meteorites y uno se da cuenta cuando el grupo en cuestión le tiene fe a un nuevo disco, porque no tocan “el corte” radial de compromiso, para luego olvidarlo y dedicarse a los temas más conocidos. Obviamente, ningún recital de Echo & the Bunnymen podía estar completo sin la presencia de gemas como “The killing moon”, “The cutter”, “Seven seas” o “Rescue”, pero el pasaje de McCulloch & Cia por el Shepherd Bush’s Empire los mostró tocando con ganas y convicción los puntos altos del nuevo álbum: “Holy Moses”, “Constantinople”, “Lovers on the run” y el propio “Meteorites” sostuvieron la intensidad y el vigor del concierto a la par de los estándares de la banda. Detalle especial: McCulloch mantiene su mística, tantos años más tarde: nunca un haz de luz de lleno sobre él. Siempre el pelo elegantemente desordenado, el saco-campera tipo parca, que ya parece integrado a su piel, las gafas oscuras y una voz que parece salir de las insondables profundidades de su ser. Pero ojo, que los otros cuatro músicos, Gordy Goudie en guitarra, Jez Wing en teclados, Stephen Brannan en bajo y Nick Kilroe en batería, no son meros acompañantes. De hecho, Echo & the Bunnymen sonó como un grupo integral, no como un dúo con sesionistas. La música de la banda fue una amalgama de temas de distintas épocas que embonan unos con otros en un todo que tiene una entidad propia y única. Echo & the Bunnymen está vivo y coleando, justamente como un meteorito que sigue su propio curso en el insondable universo musical contemporáneo. Mientras concluía esta nota me enteré que Echo & the Bunnymen visitará de nuevo Argentina en noviembre para actuar en el Personal Fest, edición 2014, lo cual me pareció una excelente manera de conectar este periplo musical por otras capitales con el corazón rockero de nuestra propia ciudad, el cual, por suerte, sigue gozando de muy buena salud.
             


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