Esta nota se publicó en revista Mavirock en 2014, pero las emociones que me produjeron los viajes retratados en este artículo, continúan conmigo. Por eso me pareció un buen comienzo para revitalizar el blog Mundorosso. A.R. 28-7-16
MIS VIAJES CON EL ROCK
Entre abril y
junio, Alfredo Rosso
salió de viaje. Su GPS señalaba: Montevideo, Berlín, Londres. Los hitos
musicales fueron Paul McCartney, Mike Heron, Graham Parker & the Rumour y
Echo & the Bunnymen. Lo que sigue es un detallado informe extraído de su
hoja de ruta rockera.
Un Beatle en el Río de la Plata
Un Beatle. Ver un
Beatle. Hace bien. Reconforta. Luján. Compostela. Canterbury. Las procesiones
tienen una lógica en sí mismas. Un deseo de alcanzar alturas. Cada una tiene
sus códigos, sus rituales. La procesión hacia Paul McCartney, en este mes de
abril del hemisferio sur, iba de Buenos Aires a Montevideo. Una tibia tarde de
otoño -sábado además- terminé Figuración,
el programa que compartimos con Noemí, mi esposa y me alcanzó en el auto
familiar, costeando sin esfuerzo las seis o siete cuadras que separan Radio
Nacional de la terminal de Buquebús. Llegué con el tiempo suficiente como para
tapar la languidez de la media tarde con una medialuna rellena. Después ese
flotar sin tiempo y sin sostén del ferry en el río. Mi recoleta unidad contrastaba
a con un vociferante festejo familiar y adolescente. Tengo defensas para estos
casos. Un discman que algunos se empecinan en llamar anacrónico y un CD
perfecto: Dave Brubeck, Paul Desmond y Gerry Mulligan extendiendo un “Take
five” en vivo en Newport hasta extraerle una divina armonía de notas y vibras.
Al rato, casi sin presentirlo, pasamos el Cerro y el puerto de Montevideo nos
abrió sus amables brazos. Antes de atracar, sin embargo, maniobramos en
derredor de uno de esos yates que semejan edificios enormes en perenne,
jolgoriosa reunión de consorcio.
Paul McCartney en el Centenario de Montevideo
Debía confrontar mi peor pesadilla:
llegar tarde, no encontrar la entrada de prensa, vagar alrededor del estadio
escuchando las ovaciones de allá adentro; buscando un nombre, una caseta, una
pista... Pero no. En el muelle estaba
Micky, amigo fraterno. Su auto esperó con él que yo hiciera el check-in en
minutos que disfracé de segundos en un hotel boutique de la Ciudad Vieja y
mientras caía la penumbra y una leve niebla sobre Montevideo, enfilamos por una
interminable calle recta hacia el Centenario.
Montevideo tiene esa cosa informal, vecinal diría, que hace que uno
pueda llegar a las fauces mismas de las graderías sin que nadie te pare. Imaginé
el Monumental y sus desvíos, quince cuadras antes, silbatos, filas, vallas,
chequeos. Montevideo es unplugged. La gente pasa sin apuro. Van a llegar a
tiempo. Lo saben. No desesperan. Yo tardé un ratito más por el desconcierto de
una calle que dobla y parece seguir llamándose igual, pero al final, allí
estaba mi ticket. Aunque me decidí tarde y lo pedí tarde también, desde mis
dudas porteñas de cinco días antes... Aún así hubo un ángel que me comprendió y
dijo: “este tipo sí, éste entra...” Circunvalé un camino de cemento, subí una
barranquita de pasto, entré por una de esas puertas que dan a un hall repleto
de copas y galardones ganados en pretéritas gestas deportivas, me adelanté previsor
al comentario de vejigas quejumbrosas, y ahí estaba, a las ocho y media, en la
platea alta, binocular en mano, cámara lista, viendo el cúmulo de viñetas de la
vida de Paul que desfilaban por las pantallas grandes –con música alusiva-
esperando el gran clímax, el momento en que aquel Beatle que ya pasó de ser
leyenda y que volvió a ser a veces normal, a veces otra vez leyenda, pisara el
escenario con sus compinches de ahora; músicos eficientes, a veces brillantes,
que lo tratan de igual a igual hasta que en algún momento, para sus adentros,
se pellizcan y se dicen: “¡Joder! ¡Estoy tocando con un fuckin’ Beatle!
A quince de las nueve de la noche,
cerrada ovación mediante, los músicos a sus puestos y un ritmo zumbón y
creciente me llevó sin escalas a mis diez años: “Eight days a week”, el tema
que empezaba Beatles for Sale; el
mismo que usaba el luchador de Titanes en el Ring apodado “El Beatle Francés”
para hacer su entrada en el ring allá por 1965. ¡Los recuerdos se fijan
caprichosamente! La banda rockea: no problem, pero el sonido está como una
“vidriera en preparación”, o sea, dale tiempo al sonidista y dejará de ser
brumoso. El saludo de rigor: “¡Hola Montevideo! ¡Bienvenidos uruguayos! Estoy
muy contento de verlos otra vez” y sale otro uppercut a la mandíbula de la
memoria colectiva con “All my loving”, sólido, elegante, suelto. Es hora de
plantar a la banda en el escenario con un sonoro ¡bang! Y “Let me roll it” es
perfecto, uno de los motivos que hacen de Band
on the Run el álbum clásico que es. La versión es densa, con ese aire
espeso a mitad de camino entre el blues y la balada que Paul maneja tan bien. Enseguida llegan las armonías de “We can work it out” –en una
excelente reproducción del arreglo original a tres voces, lo cual es decir
algo...- y me parece que estoy escuchando la letra por primera vez en los
cuarenta y tantos años que conozco el tema. El argumento de un escritor que
aspira a ser best-seller y que no tiene escrúpulos en estirar, cortar o
modificar su novela de acuerdo a las necesidades del mercado, me suena
tremendamente actual. ¡Temazo!
Paul tiene bien aprendida la
lección, atribuida a un tío que también estaba en el show business, de que un recital tiene que ser como una “W”:
empezar arriba, bajar un poquito, crear una cúspide por la mitad, volver a
amainar levemente y terminar con todo. Pues bien, después del primer lance de
intensidad, McCartney entra en un pasadizo intimista, en el que queda solo en
el escenario, a veces al piano, otras con la guitarra, para recorrer temas
atemporales como “Maybe I’m amazed”, la joya de la corona de las tantas
canciones que le dedicó a su primera esposa, Linda y “I’ve just seen a face”,
que suena renovado respecto de la ya intensa versión original del álbum Help.
¿Sorpresas? Varias. La aparición de “Another day”, un exquisito tema
pop de sus principios como solista, y lo bien que se ubican en el repertorio
canciones actuales como “My Valentine” y “Queenie Eye”.
Hasta la hora y pico de recital,
todo fue bien musicalmente y el rapport con el público era irreprochable, pero,
francamente, a partir de la deslumbrante y conmovedora versión de “Blackbird”,
la intensidad se redobló, y lo que era de por sí un show impecable y profesional,
entró en otra dimensión. De golpe Paul
formó un formidable frontón rockero con sus guitarristas Rusty Anderson y Brian
Ray para sacarle chispas a delectables
versiones de “Lady Madonna”, “One after 909”, “Band on the run” y “Back in the
USSR”, intercalando inesperados rescates como los de los Pepperianos “Lovely Rita” y “Being for the benefit of Mr. Kite” más
una versión de “Eleanor Rigby” que me puso piel de gallina con su carga emotiva.
Hasta se dejó un espacio para el simple encanto skiffle de “All together now” y
el pop pasado por ska de “Ob-la-di, ob-la-da”, coreados sin resistencia por
todo el Centenario.
Un plus especial de Paul McCartney
es que ha sido un músico multifacético desde los días en que los Beatles
pagaban su derecho de piso en los clubes de dudosa fama de Hamburgo. Paul sabe
que los diferentes climas musicales tienen su justo lugar en la noche de un
show y por eso, no extraña que la parte final del recital en sí termine
dramáticamente a fuerza de baladas de alta gama como “Let it be”, “Live and let
die” (con fanfarria de fuego y bombas de estruendo, como es ya habitual) y “Hey
Jude”. Las luces amainan y la banda se
va, pero todos sabemos que volverán ¡y cómo!
El primer set de bises es a puro rock and roll: “Day tripper” y “Get
back” son elecciones que se caen de maduras, pero, nueva sorpresa, me encantó
verlos hacer “Hi hi hi”, aquél maléfico rocker de Wings al que la BBC juzgó
necesario negar la difusión radial, sea por su enfática simbología erótica, por
su referencia a estados anímicos artificialmente alterados o por un cóctel de
ambos. La versión 2014 pasa aplastando.
Más ovaciones... Y tenía que haber
más Paul. “Yesterday” humedeció ojos sensibles y se vino por fin el grand
finale con otra batería de rockers que empezó allá arriba con “Helter skelter”
y siguió arriba con el medley final
de Abbey Road, aquel de “Golden
slumbers/Carry that weight/the end” que incluía una concisa y furibunda zapada
a tres guitarras, recreada y expandida aquí por McCartney, Anderson y Ray,
mientras Abe Laboriel Jr. Sostiene el ritmo a puro palo.
“Y al final, el amor que te llevás
es igual al amor que hiciste...” La
frase final que cerró aquella gloriosa década Beatle queda flotando ahora sobre
un estadio Centenario que se va vaciando cansinamente. Impecable corolario para
la noche inolvidable de un Beatle en el Río de la Plata.
Un Incredibiliano en Berlín
Berlín representaba, para mí, un
misterio enorme. Pensaba en la barrera del idioma. Pensaba en las ciudades
fantasmas que podían acechar debajo de la ciudad real: la Berlín derruida y
devastada, contemplada con asombro y horror en aquellos noticieros en blanco y
negro que retrataron los últimos días del Tercer Reich. Luego, la Berlín de las
películas de espías Este-Oeste, con el tenso monolito del Checkpoint Charlie
como divisoria de aguas entre dos visiones opuestas del mundo. También la
Berlín posmoderna, esperanzada y contradictoria que espié en Las Alas del Deseo de Wim Wenders, con
Bruno Ganz como angel humanizado y Peter Falk, alias Columbo, dándole la
bienvenida al mundo tangible del sabor a café y el olor a tabaco, con Nick Cave
haciendo arte desde el sudor y las cenizas de un adorable tugurio rockero.
No me esperaba esta Berlín de manos
abiertas, de casual bonhomía. Es obvio que hay cicatrices. Algunas son tangibles. El guía nos habla de
diferentes remuneraciones para el mismo trabajo, según provengas del Este o del
Oeste de aquel muro que ya no está pero que a veces te hace sentir su
inmanencia de maneras imperceptibles. Aunque más lejana para las nuevas
generaciones, la memoria de la tragedia nazi tampoco se esconde: está presente
en museos, hitos, monumentos, memoriales. Pero lo que más me quedó, en última
instancia, fue la cara nueva de Berlín, la sensación de amplitud, geográfica,
sí, pero por sobre todo espiritual. Respiré un optimismo que no tiene que ver
con la bonanza económica –que sin duda ayuda- o con la persistente
reconstrucción urbana, sino con la genuina sensación de que ha comenzado otra
etapa en el ánimo colectivo. Cuando se habla de los pulmones de una ciudad,
generalmente uno piensa en plazas y espacios verdes, pero la calidad del
oxígeno que respiran los habitantes de una urbe tiene también que ver, y mucho,
con el ánimo colectivo, con la sensación de un rumbo compartido, y lo que
percibí fue una Berlín optimista... y contagiosa.
En la Frederickstrasse descubrí a
Dussmann, una disquería fantástica con un catálogo inmejorable de perlas de
ayer y hoy. Estando en Alemania, era lógico que me empeñase en completar el
repertorio de una de mis bandas teutonas favoritas: Amon Düül II. Y allí
estaba, esperándome, Phallus Dei, su
disco debut, cuyo vinilo misteriosamente había perdido hace décadas. ¡La vida
da revancha! Al rato, nos dirigimos con
mi esposa Noemí, al HAU 1, en la Stresenmannstrasse, una calle con mucha onda y
un toque de bohemia, cerca de los míticos estudios Hansa, donde Bowie grabó su
famosa trilogìa berlinesa de Low, Heroes y
Lodger.
Mike Heron en el HAU 1 de Berlín; en la foto superior, con Trembling
Bells.
El HAU 1 es un típico teatro de
barrio, íntimo y un tanto desvencijado, lo cual le da un toque querible,
amistoso. El marco propicio para ver a uno de los puntales de la Incredible
String Band en el comienzo de una gira alemana junto a Trembling Bells, una
banda escocesa, como Mike, que ya tiene cuatro álbumes bajo su nombre y que,
primero que nada, son fans del músico y se les nota por el cuidado que
dispensan en sus arreglos, instrumentaciones y voces al encarar los temas de
Heron, tanto los de Incredible como los de su obra solista. Como para ponernos
rápidamente en clima, comenzaron con dos clásicos del álbum 5000 Spirits or the Layers of the Onion,
“Chinese white” y “Painting box”, para pasar luego al etéreo “Air”, tema de Wee Tam and the Big Huge que, al menos
en mi memoria, siempre estará asociado a la hilarante escena del film de Milos
Forman Taking Off, donde un hippie
les enseña a fumar un porro a un puñado de padres, maestros y demás personajes
de lo que por entonces se consideraba “el mundo careta”. Un primer pico de intensidad lo marcó “Feast
of Stephen”, tema que Heron grabó por primera vez en su debut solista, Smiling Men with Bad Reputations, en
1971, y del cual existe una remozada versión en estudio con los Trembling
Bells, hecha en 2010.
Tras la tradicional “Black Jack
David” -la recurrente historia del atorrante trotamundos que seduce a la hija
del amo y señor de la comarca- el recital alcanzó un instante de magia peculiar
en “Maya”, con la participación de la tecladista Lavinia Blackwall en primera
voz. Hubo, en síntesis, muchos puntos
altos, entre ellos “Log cabin home in the sky”, aquella viñeta de un romance
cuyo calor mantiene a raya el gélido frío del invierno en una cabaña alejada
del mundanal ruido; el siempre bienvenido carpe
diem de “This moment”, y un final esperado y disfrutado con “A very
cellular song”, esa deliciosa mini-suite que cerraba el lado uno del álbum The Hangman’s Beautiful Daughter (otro
hito fundamental de la gesta Incredibiliana) y que tiene entre sus personajes
principales a una simpática ameba. Después de haberlo visto en un contexto más
austero, fue gratificante contemplar el brillo del rico catálogo de Mike Heron
con un suntuoso marco de teclados, guitarras, violín y percusión, un ensemble
en el que los Trembling Bells se fusionaron con la propia hija de Mike, Georgia
Seddon, integrante fija de su banda actual.
Los bises con las delicadas armonías
vocales de “Bright morning, stars are rising” y la dulce ironía de “The
hedgehog song” fueron el broche justo para una noche que quedará en la memoria,
y que tuvo un inesperado bonus track cuando
el propio Heron nos invitó a compartir su mesa en un bar vecino para un brindis
pos-recital surcado por anécdotas y recuerdos de su amplia y colorida carrera.
Brindis post recital, con Mike, esposas y amigos
Parker y Bunnymen, al calor de Londres
Un Londres soleado y pre-veraniego nos
brindó una inesperada bienvenida. Con el tiempo limitado, surqué las calles del
Soho en busca de las buenas disquerías –que todavía quedan, no hay necesidad de
entrar en pánico aún- dispuesto a traer
algunas piezas que hacía tiempo codiciaba. Y aunque han desaparecido algunos
mojones de antaño, como Virgin Records, en una esquina de Shaftesbury Avenue,
la avenida de los teatros, a pasos de Charing Cross Rd., me topé con Fopp, una
disquería relativamente nueva de dos plantas: abajo las novedades y en el primer
piso material de catálogo. Bien provista y con precios lógicos, una muy buena
opción para quienes seguimos apostando al formato físico de la música.
Principalmente CDs, pero también algunos vinilos y unos fantásticos libros de
rock a muy buenos precios.
Graham Parker & the Rumor, versión 2014, en el
Shepherd's Bush Empire
En cuarenta y ocho horas pasamos dos
veces por el principal teatro de recitales que hoy ostenta Londres, el Shepherd
Bush’s Empire. Un viernes tocaba Graham Parker, uno de los grandes héroes de
culto de la New Wave inglesa original, aunque, por más que lo intente ubicar en
tiempo y espacio, todas las etiquetas son injustas. Parker fue siempre un
estilo en sí mismo. Llamarlo cantautor le queda chico: su música siempre tuvo
un costado filoso, con letras de peculiar agudeza, tanto cuando retratan las
contradicciones de un romance que no llegó a buen puerto, las desventuras de un
adolescente problemático o los viacrucis cotidianos del hombre común frente a
la indiferencia del cuerpo social. Acompañado impecablemente por los músicos
originales de The Rumour, su banda histórica, Parker demostró a lo largo de una
hora y media que su abrasiva voz ha resistido muy bien el paso de las décadas, conservando
indemnes su caudal y su expresividad, y que sus temas no han perdido potencia
ni relevancia. “No holding back”, “Stick
to me”, “Watch the moon come down”, “Discovering Japan” y “Nobody hurts you” se
destacaron en una noche de singular intensidad, y me agrada poder decir que las
canciones de su reciente álbum de reaparición, Three Chords Good, se fusionaron con gracia con los viejos
clásicos. Un merecido párrafo final para
destacar el excelente set acústico del telonero Glenn Tilbrook, pilar del grupo
Squeeze, en esta ocasión en plan solista, quien puso a la audiencia en el clima
ideal para degustar el número de fondo.
Amigos del claroscuro: Echo & the Bunnymen,
Shepherd's Bush Empire, 2014.
Dos días más tarde, el mismo
escenario fue testigo del retorno de unos hijos pródigos del Liverpool musical
de los ’80: Echo & the Bunnymen, que en su más reciente encarnación están
centrados en sus dos motores principales históricos: el cantante y compositor
Ian McCulloch y el guitarrista Will Sergeant.
La banda estrenaba su flamante álbum Meteorites
y uno se da cuenta cuando el grupo en cuestión le tiene fe a un nuevo disco,
porque no tocan “el corte” radial de compromiso, para luego olvidarlo y
dedicarse a los temas más conocidos. Obviamente, ningún recital de Echo &
the Bunnymen podía estar completo sin la presencia de gemas como “The killing
moon”, “The cutter”, “Seven seas” o “Rescue”, pero el pasaje de McCulloch &
Cia por el Shepherd Bush’s Empire los mostró tocando con ganas y convicción los
puntos altos del nuevo álbum: “Holy Moses”, “Constantinople”, “Lovers on the
run” y el propio “Meteorites” sostuvieron la intensidad y el vigor del
concierto a la par de los estándares de la banda. Detalle especial: McCulloch
mantiene su mística, tantos años más tarde: nunca un haz de luz de lleno sobre
él. Siempre el pelo elegantemente desordenado, el saco-campera tipo parca, que
ya parece integrado a su piel, las gafas oscuras y una voz que parece salir de
las insondables profundidades de su ser. Pero ojo, que los otros cuatro músicos,
Gordy Goudie en guitarra, Jez Wing en teclados, Stephen Brannan en bajo y Nick
Kilroe en batería, no son meros acompañantes. De hecho, Echo & the Bunnymen sonó como un grupo integral, no como
un dúo con sesionistas. La música de la banda fue una amalgama de temas de
distintas épocas que embonan unos con otros en un todo que tiene una entidad
propia y única. Echo & the Bunnymen está vivo y coleando, justamente como
un meteorito que sigue su propio curso en el insondable universo musical
contemporáneo. Mientras concluía esta nota me enteré que Echo & the
Bunnymen visitará de nuevo Argentina en noviembre para actuar en el Personal
Fest, edición 2014, lo cual me pareció una excelente manera de conectar este
periplo musical por otras capitales con el corazón rockero de nuestra propia ciudad,
el cual, por suerte, sigue gozando de muy buena salud.
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