Atrapado en libertad: Oktubre y su tiempo
Hay discos catárticos que no son fáciles de
escuchar. Sus melodías se pueden cantar, silbar, tararear, y aún así son portadores
de una sonda conflictiva que resuena con la impronta del tiempo en el que
fueron concebidos.
Oktubre
fue el producto de una nueva década
infame, la que contenía el fatídico año Orwelliano en el que
–supuestamente- el régimen totalitario del Gran Hermano nos iba a sojuzgar
mediante la represión, la tortura y la sistemática destrucción de cualquier tipo
de disenso. Pasó 1984 y nos congratulamos que la raza humana no hubiera llegado
a esos extremos de intolerancia. Pero -como solía decir el profesor Neil
Postman- nos olvidamos de otro escritor que también vaticinó el futuro en la
primera mitad del siglo veinte y cuyas predicciones quizás reflejen mejor
nuestra globalizada realidad actual que las de Orwell; una realidad que empezó
a forjarse, precisamente, en los ochentas. Aldous Huxley, en Un Mundo Feliz, predijo una sociedad en la que no se nos iba a dominar por el
dolor, sino por el placer. Un mundo donde a nadie le iba a preocupar lo que
dijesen los libros porque nadie se iba a molestar en leerlos. Un mundo donde
todo discurso serio sería transformado por los medios de información en un desfile
de superficialidad e irrelevancia. Un mundo, en definitiva, donde nuestros
viejos conceptos sobre bien y mal, sobre ética y escrúpulos, sobre
trascendencia y temporalidad, quedarían sepultados por la creencia de que todo “es igual / siempre igual / siempre lo
mismo”, como despotricaba el Indio Solari en el “Blues de la libertad”,
canción que los Redondos solían tenían muy vigente en su repertorio en los días
de Oktubre, aunque el tema no integre
dicho álbum. En Un Mundo Feliz el remedio para cualquier ataque de ansiedad es el soma, una droga de amplio espectro que
le pone paños fríos a esos momentos en que aún el más imbécil de los
devoradores de slogans oficiales se pregunta: “¿a dónde conduce todo esto?”.
“Fuegos de Octubre” abría el álbum
proponiendo, justamente, un regreso a las gestas transformadoras que se dieron
en el décimo mes del calendario gregoriano, pero se apuraba en aclarar: “sin un
estandarte de mi parte”. No está planteando una toma del Palacio de Invierno,
como la de 1917, ni un copamiento de la Plaza de Mayo, como el del ’45, sino
más bien una revolución interna, un sacudón a las ideas y una puerta abierta a
las propuestas. Como si fueran
sujetalibros ubicados a ambos extremos de una peculiar biblioteca sonora,
“Fuegos de Octubre” y “Ya nadie va a escuchar tu remera” esbozan, en esencia,
una misma idea: no bajar los brazos. Al poeta no lo engañan las promesas del
bronce ni de la posteridad; sabe que
todo es efímero: nuestro tiempo sobre la Tierra, las luces hipnóticas y los
gritos de la fama. Con todo, en un país donde el horror por las desapariciones
y los chupaderos del Proceso estaba
todavía espantosamente fresco, la letra del tema nos suplica que no dejemos
consumar el ultimísimo secuestro: el de nuestro estado de ánimo.
Los ochentas no fueron tiempos de
utopías altruistas ni fantasías de cambio social; más bien épocas de buscar
úteros substitutos. Los cultos favoritos del decenio pasaban por una adhesión a
las drogas eufóricas -cuyo símbolo máximo fue la cocaína- y también por su otro
extremo: un cuidado exacerbado del propio cuerpo, aunque no faltaron quienes
cultivaron ambas obsesiones al mismo tiempo. Por primera vez, tópicos como los
gimnasios y los alimentos dietéticos se vuelven temas de conversación habitual.
El despliegue físico que decanta en fetiche sexual recorre “Música para
pastillas”, un relato de pasiones cocinadas entre los últimos estertores de la
Guerra Fría; gestas olímpicas donde “flacas gimnastas de América” compiten con
“secas, austeras soviéticas”. Uno se imagina al protagonista del tema acariciando fantasías con
esas calistenias adolescentes traídas hasta su dormitorio por la pantalla
chica. Encerrado ante la Divina TV Führer. ¿Y para qué salir? Estábamos en
democracia, de acuerdo, pero asomaban los nubarrones del Punto Final y la
Obediencia Debida, el domingo de Felices Pascuas, el colapso del Plan Austral y
la hiperinflación. Los buenos habían vuelto, sí, pero estaban filmando cine de
terror. ¿Por qué sorprendernos, entonces, de que nuestros amores de entonces
fuesen vampíricos encuentros masoquistas como el que describe “Preso en mi
ciudad”?
Los contrastes con el pasado que expone Oktubre son más amplios todavía. Si un lema de los pioneros del
rock nacional había sido dejar las ciudades en busca del clima descontracturado
del campo (recordar “Casa con diez pinos”, “Toma el tren hacia el sur”, “Que
sea al sol”), el hábitat natural de los ochenta está delimitado por las cuatro
paredes del cuarto propio y los umbríos pasillos interiores de la corteza
cerebral. Oktubre lo delata en la metáfora de amor químico y genuflexo de
“Semen-up”, en el remolino de juego de azar y fe religiosa de bajo amperaje de
“Motorpsico” y en la desesperada estampida paranoica de “Ji-ji-ji”, que tiene
apariencia de una película filmada con el argumento de privadas pesadillas.
Es curioso el título de “Canción para naufragios”, porque la referencia
inevitable es aquella balsa de Nebbia y Tanguito que quería partir hacia la
sanadora locura de una sociedad alternativa, dejar atrás los espectros del país
de bronce y sus fundamentalistas verde oliva. El naufragio del tema de Oktubre, en cambio, se me
antoja más literal: un mundo en guerra terminal y un testigo impotente que ve
pasar las bombas en ambos sentidos por encima de su aldea, como aquel héroe
anónimo de Sergei Tarkovsky en El
Sacrificio quien –apelando al realismo mágico como último recurso- ofrece
un voto de silencio perenne para salvar al mundo.
Pero si los ochenta fueron un territorio bañado por aguas cínicas; si intercambiaron
la moneda corriente del desapego afectivo, también conocieron la intensidad de
una fiesta hedonista y desesperada que alguna vez pareció interminable.
Librados a un sistema de instintos reptílicos donde las opciones cotidianas
parecían sencillas (el “I wanna” versus el “I don’t wanna” de los Ramones), nos
entregamos a excesos y libaciones como si el mañana no existiera. La resaca llegaría
recién al finalizar los noventa, cuando despertamos en un país con un puñado de
ciudadanos de primera y una enorme clase única, igual a la de aquellos trenes
que empezaron a desaparecer en la gran fosa común de la exclusión disfrazada de
Primer Mundo.
A esa altura, los Redonditos habían dejado atrás Oktubre. A su arte lo acometían otras urgencias -seguramente no
buscadas- que iban más allá de la música: brindar asilo afectivo y un resabio
de identidad a toda una nación paria, expulsada de su propia patria por una
gavilla de ilusionistas que prometieron mariscos y sirvieron babosas.
Alfredo
Rosso
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