El
hombre que se inventó a sí mismo
Por Alfredo Rosso
Es
difícil hablar de Bob Dylan y no caer en el lugar común de colgarle el
sambenito de juglar, trovador de nuestro tiempo, profeta de una generación,
mito viviente y todos los adjetivos grandilocuentes que el cantautor de Duluth
ha ido acumulando a lo largo de cinco décadas en el camino. En la nota que
sigue, en cambio, nos propusimos echar un vistazo a los años consagratorios de
este artista decisivo, que una vez más pisó tierras argentinas el pasado mes de
abril.
Las luces del Gran
Rex todavía no se han encendido para señalar que el tema que pasó, en efecto,
es el último del show. El bis con “Blowin’ in the wind” fue una breve rúbrica
de un evento trascendente y aún flotan en el aire preguntas que se escuchan
desde hace medio siglo:“¿Cuántos caminos
debe recorrer un hombre antes de que se lo llame hombre? ¿Cuántos años puede
alguna gente vivir / antes que se les permita ser libres?” Bob Dylan pasó por Buenos Aires en una
escala más en la famosa “gira interminable” que emprende desde hace ya décadas
y la onda expansiva de la experiencia puede palparse en la cara de los
asistentes. Esa voz cascada, que desarticula y reconfigura la estructura de sus
temas clásicos, les da al mismo tiempo un nuevo halito de vida. Vida es una
buena palabra para definir lo que se vio. Dylan está vivo: a los 70 años es una
pieza vital de su propia banda; tocando teclados y guitarra con una energía
seca y chasqueante como látigo, al tiempo que los músicos, con el guitarrista
Charlie Sexton al frente, se sumergen en la marea de un rhythm and blues de una
intensidad que no da tregua en la hora y media que dura el recital. Un recital
de hoy, de aquí, de ahora: Dylan no está jugando con la nostalgia. Los
clásicos, “Like a rolling stone”, “All along the watchtower”, “Ballad of a thin
man”, “Tangled up in blue”, han sido pulidos hasta la médula, la punta de sus
dardos líricos reafiladas por los nuevos arreglos, como misiles reprogramados
para buscar el calor del corazón de los oyentes, y hacer centro. El recital
respira el tiempo de rhythm and blues que informa los discos de Bob en el siglo
XXI : la banda se balancea entre las cadencias de “Thunder on the mountain”,
“Summer days”, “Rollin’ and tumblin’”. La música fluye cuando todos los
intérpretes hablan el mismo idioma, una lengua franca. Una lengua viva.
Parece
mentira que estuve ante el mismo Bob Dylan que he visto en películas
blanquinegras, llenas de granos y de grumos, con cara querubinesca y una gorra
que le quedaba grande, cantando ese mismo “Blowin’ in the wind” en algún
olvidado festival folk en el alba de los ’60. El mismo Dylan que, años más
tarde, ya en color, vi. en la filmación del festival de Bangla Desh, flanqueado
por George Harrison y Leon Russell, haciendo “Just like a woman”. El del traje
blanco y la leve barba que volvió del exilio para juntar a toda la realeza
rockera inglesa en el backstage del festival de la Isla de Wight 1969. El Dylan
de las enciclopedias y las tapas de cientos de revistas. El “portavoz de una
generación”.
Pero olvidémonos
del Bob Dylan del bronce. Dejemos a un costado los lugares comunes y veamos por
un instante al hombre detrás del mito. Bob Dylan nació rocker; fue uno de los tantos jóvenes norteamericanos a quienes el
rock le cambió la vida en plena adolescencia. Porque antes de que Elvis moviese
la pelvis, los adolescentes eran o chicos crecidos o adultos reducidos. En
cualquier caso, reproducían la sociedad adulta en miniatura: llevaban las
mismas ropas, seguían las mismas profesiones, tenían los mismos gustos e
incluso las mismas ideas políticas de sus padres. Por sobre todo compartían la
visión de mundo de sus mayores: padres, maestros y demás figuras de autoridad. El
rock acabó con todo eso de un plumazo. Entre 1955 y 1958, la primera ola de
rock and roll, la de Elvis, Little Richard y Chuck Berry creó una tribu nueva,
con su propio lenguaje, su propia forma de bailar y de vestir y –lo más
importante- su propia visión del mundo. Por primera vez los jóvenes pasaban a
tener un rol protagónico, en lugar de expectante, en la historia.
Pero
la primera ola de rock pasó y, con sus diferentes representantes fuera del
teatro de operaciones, por diferentes motivos, la industria musical fue copada
por un pop elegante pero en última instancia inofensivo, a años luz de aquel
grito rebelde que había puesto los pelos de punta de la sociedad bien pensante
unos pocos años antes.
Sin
embargo, al despuntar los ’60 el folk vino al rescate. En los cafés bohemios
del bajo Manhattan neoyorquino, los estudiantes universitarios se reunían para
escuchar a artistas como Dave Van Ronk, Tom Paxton, Odetta, Fred Neil y
Ramblin’ Jack Elliott, quienes mezclaban en sus repertorios baladas
tradicionales con nuevas canciones empapadas de comentario social. Inspirados
en artistas itinerantes como Woody Guthrie, que le cantaban a la Norteamérica pobre y
marginal, esa que se caía por los bordes del Gran Sueño Americano, estos jóvenes
devolvieron la música popular a un lugar preponderante como agente difusor de
nuevas ideas de libertad, pacifismo e igualdad social y racial.
Aquí entra en escena Bob Dylan. Músico amateur de rock and roll en sus días púberes provincianos en un pueblo perdido de Minnesota, cuando aún se llamaba Robert Allen Zimmerman, Bob se reinventó como músico folk y se estableció en Nueva York, tras un peregrinaje legendario ala Gran Manzana
para conocer a su héroe Woody Guthrie, por entonces postrado en un hospital
suburbano, aquejado por un mal hereditario que probaría ser terminal.
Aquí entra en escena Bob Dylan. Músico amateur de rock and roll en sus días púberes provincianos en un pueblo perdido de Minnesota, cuando aún se llamaba Robert Allen Zimmerman, Bob se reinventó como músico folk y se estableció en Nueva York, tras un peregrinaje legendario a
¿Qué
diferenciaba a Dylan de sus colegas a esta altura? Para empezar Bob poseía un
conocimiento cuasi enciclopédico de la tradición folk estadounidense, lo cual
no solo enriqueció notablemente su temprano repertorio con una gran diversidad
de canciones, sino que le ayudó, también, a desplegar desde muy temprano sus
habilidades como autor y compositor. Y es aquí donde Bob marcó la gran
diferencia, gracias a un uso superlativo del lenguaje y la metáfora y una
habilidad innata para conjurar imágenes que impactaban instantáneamente en el
oyente. Esa voz nasal y ronca que al principio desacomodó a los devotos del
folk de un registro cultivado como el de Joan Baez (madrina artística y futura
amante del joven Bob) terminó jugando a favor de Dylan, porque le dio al
mensaje de sus letras una insospechada profundidad. Esa voz distinta, urgente,
demandaba ser oída. Y lo fue.
La
respuesta está en el viento
Como le
pasó en su momento a los Beatles, a Bob Dylan tampoco le fue fácil ser
reconocido por los que hubiesen sido destinatarios naturales de su música: los
sellos de folk Elektra, Vanguard y Folkways, todos rechazaron las pruebas que
rindió. Pero un viejo zorro de la industria, el director artístico de Columbia,
John Hammond, descubridor de Billie Holiday y Count Basie, entre muchos otros,
le tuvo fe y lo contrató. El primer álbum Bob
Dylan, editado a principios de 1962 era un esfuerzo promisorio pero todavía
tentativo: doce covers de temas tradicionales y solo dos composiciones propias:
“Talkin’ New York” y el homenaje a su ídolo, “Song to Woody”. El disco solo
vendió 5000 copias en su primer año en las bateas y no faltaron quienes se
refirieron al joven artista de apenas 20 años como “el berretín de Hammond”,
pero la fe del veterano productor pagaría, con creces, en los siguientes meses.
Mientras
actuaba en los clubes del bajo Manhattan, Dylan se había relacionado
sentimentalmente con Suze Rotolo, quien a pesar de tener entonces solo 17 años,
tuvo un rol importante en el despertar de la conciencia social de Bob, a la vez
que fue la musa inspiradora de sus temas románticos en los siguientes tres
años. El tema que mostró por primera vez su potencial como cantautor fue
“Blowin’ in the wind”, una canción de tono existencial y pacifista al mismo
tiempo, cuyas estrofas estaban armadas en forma de interrogantes que podían
percibirse como universales: “¿Cuántas
veces deberán volar las balas de cañón /
antes de ser prohibidas para siempre?...¿Cuántas veces puede un hombre volver
la cabeza / fingiendo que no ve nada?...¿Cuántos oídos debe tener un hombre /
para poder oír a la gente llorar?... La
respuesta, amigo mío, está soplando con el viento.”
A todo esto, la
política internacional atravesaba por un período delicado en las relaciones
entre las grandes potencias. El emplazamiento en suelo cubano de misiles
soviéticos con capacidad de llevar cargas atómicas y, potencialmente, de atacar
las principales ciudades de Estados Unidos, llevó al presidente John Kennedy a
lanzar un ultimátum al premier soviético Nikita Khrushchev. Durante quince
terribles días, antes de que se llegara a un acuerdo que marcó un salomónico
empate entre los gigantes del poderío atómico, el mundo contuvo el aliento ante
lo que claramente significaba una escalada hacia la Tercera Guerra Mundial, un
conflicto nuclear que hubiese puesto en la balanza la supervivencia misma de la
raza humana sobre la Tierra. La crisis de los misiles
cubanos inspiró a Dylan una de sus canciones mas urticantes de este período, “A
hard rain’s a-gonna fall”. En esos días la prensa llamaba “canciones de
protesta” a los temas de contenido social, un rótulo poco feliz porque,
conciente o inconcientemente, impulsaba un reduccionismo simplista de esas
composiciones, por lo general mucho más complejas y coloridas de lo que esa
categorización prefiguraba.
Pero al margen de
las etiquetas, era evidente que el período 1962-1964 ve componer a Bob Dylan
varios de sus mejores canciones de contenido social. En “The death of Emmett
Till”, “Only a pawn in their game” y “The lonesome death of Hattie Carroll”
abordaba la cuestión de la discriminación racial. “Talkin’ John Birch paranoid
blues” y “With God on our side” tocaban el tema de la intolerancia política,
combustible de las persecuciones políticas, mientras que “Masters of war” era
un dardo poderoso contra la industria de la guerra: “Vengan señores de la guerra / ustedes que fabrican
armas…bombarderos…grandes bombas / y se esconden detrás de sus escritorios / quiero
que sepan que puedo ver a través de sus máscaras / Ustedes que no han hecho
nada / que no sirva para destruir… han traído el peor temor que se pueda
imaginar/ el miedo de traer niños a este mundo / por amenazar a mi hijo / que
aún no ha nacido ni tiene nombre / no merecen la sangre que corre por sus
venas…”
Para toda una
generación que buscaba su identidad en el cambiante mundo de los ’60, este
joven de mirada aún inocente, que cantaba sus verdades acompañado solamente de
una guitarra acústica y una armónica, pronto se transformó en un referente. Álbumes
como The Freewheelin’ Bob Dylan y The Times, They Are A-Changin’ eran un
ítem infaltable en todo dormitorio universitario de la época y revistas
“serias” como Time y Life lo ponían en sus portadas y lo llamaban “portavoz de
una generación”.
A todo esto, Dylan
había compuesto una canción que abrazaba lo testimonial pero iba más allá de
las cuestiones políticas y raciales para poner el dedo en una llaga que cada
día se abría más en el seno de la sociedad estadounidense: la brecha
generacional. Los “baby-boomers” nacidos en la posguerra, testigos de la primera
explosión del rock, estaban alcanzando la mayoría de edad. Estos jóvenes que
tenían una visión mucho más libre del sexo, querían voz y voto en cuestiones
que afectaban sus carreras estudiantiles y su futuro laboral, y observaban con
recelo y desconfianza la política de “gendarme del mundo libre” de Estados
Unidos. En “The times they are a-changin’” Bob tenía palos para todas las
posturas recalcitrantes frente a esta nueva Norteamerica joven que despuntaba: “Padres y madres de todo el país / no
critiquen lo que no comprenden / vuestros hijos e hijas están más allá de
vuestro control / Vuestra vieja carretera está envejeciendo rápidamente /
sálganse de la nueva si no pueden dar una mano / porque los tiempos están
cambiando... Senadores y congresistas / atiendan este llamado / no se queden en
la puerta / ni bloqueen el pasillo / porque el que se quede atascado saldrá
lastimado / Hay una batalla allá afuera / y está haciendo estragos / pronto
sacudirá vuestras ventanas y hará retumbar vuestras paredes / porque los
tiempos están cambiando…”
Listo
para ir a cualquier parte
Pasaron
muchas cosas en 1964. Para empezar, los Beatles extendieron su avasalladora
conquista del mundo a los Estados Unidos y le levantaron el copete a un país
moralmente demolido por el reciente asesinato de su presidente. Fueron la
avanzada, además, de una movida británica que devolvió la pasión del rock al
país de donde había surgido. Detrás de los Beatles llegaron los Stones, los
Kinks, los Yardbirds y los Animals. Ya forma parte de la mitología del rock la
anécdota de que Dylan les convidó a los cuatro de Liverpool sus primeros porros
pero, más allá de la viñeta, ambos artistas sin duda cobraron conciencia del
otro. Los Beatles comprendieron hasta qué punto una letra relevante y testimonial
podía enriquecer aún más una canción y Bob recuperó el feeling de la
electricidad del rock and roll. Muy pronto su música tomaría un giro decisivo:
en el festival de Newport 1965 se presentó con un grupo eléctrico para desmayo
de los puristas del folk y alegría de la gente de mentes abiertas. Dylan
destapó una nueva energía dentro de su música y entró en el terreno de la
polémica. Alguien llegó a llamarlo “Judas” pero Bob ya era un tren en marcha a
toda velocidad, con los futuros miembros de The Band como fogoneros. En su
álbum de transición, Another Side of Bob
Dylan, ya había dejado entrever
su desencanto con el costado más recalcitrante de las militancias y con la
etiqueta de “cantor de protesta” en “My back pages”, un tema que revelaba una madurez
difícil de asociar con un muchacho de apenas 23 años: “Sí, mi guardia se mantuvo firme cuando las amenazas abstractas /
demasiado nobles como para ignorarlas / me engañaron haciéndome pensar que
tenía algo que proteger / Bueno y malo, yo defino esos términos / está bien
claro, sin duda, de algún modo / Ah, pero yo era mucho más viejo entonces / soy
mucho más joven ahora…”
El
gran salto –estilístico, filosófico, vivencial- llegó con Bringing It All Back Home. El título es claro: “trayéndolo todo de
vuelta a casa”. En ese todo está el
bagaje de música rock y folk que se incorporó al ADN de Dylan a lo largo de dos
décadas pero también una nueva conciencia de sí mismo y de su lugar en el mundo.
Las canciones eran distintas a todo lo que Bob había escrito antes, imbuidas
con un toque de sátira y hasta de cinismo, como para descontracturar de una vez
y para siempre la imagen del visionario con el dedo índice en alto que los puristas
del folk querían de él. “No necesitás un
meteorólogo para saber de qué lado sopla el viento”, decía con sorna en
“Subterranean homesick blues”, y por si no le había quedado claro a esos
puristas que ahora lo trataban de traidor, les espetaba en otra estrofa: “No sigas líderes / vigilá los
parquímetros…” El álbum tiene
grandes canciones de amor y de ausencia, y a veces estas dos emociones pueden
coexistir en las estrofas de un mismo tema, como en “She belongs to me”. “Love
minus zero/no limit” contrapone un mundo en el que la gente hace planes
febriles y repite las palabras y conclusiones de otros, con la chica sabia que “guiña el ojo y no se preocupa / sabe
demasiado como para discutir o juzgar…”
Bringing It All Back Home nos muestra a
un Bob Dylan en el centro de un universo de sensaciones. Percibe el mundo como
un todo y nos lo transmite en forma de canción. Dylan ha viajado y visto su
país y el mundo. El sur profundo, Texas, California, Grecia, Inglaterra. Sus
pupilas han filmado las pulsiones de los hombres, los intrincados juegos que
modelan la madeja social. Ha visto modernos esclavos que se rebelan, como el
protagonista de “Maggie’s farm”, y ha adoptado una postura existencial frente a
los innumerables juegos de poder que detectó a su paso, que lo llevan a
expresar en “It’s alright, ma (I’m only bleeding)”: “Palabras desilusionadas ladran como balas / mientras los dioses
humanos toman puntería / Han hecho de todo, desde pistolas de juguetes que
echan chispas / a Cristos color carne que brillan en la oscuridad / es fácil
ver sin mirar muy lejos / que no hay muchas cosas que sean sagradas…” Desconcertados, muchos se preguntan, ¿quién
es Dylan?, ¿qué es Dylan? Un álbum de recopilación, argentino, rezaba en su
título: “Poeta o profeta”. A todo esto, Bob abrazaba la alegría de no hacer
planes ni dejar que otros los hagan por él, y celebraba su nueva libertad en la
obra cumbre del disco, “Mr. Tambourine Man”: “Llévame de viaje en tu mágico barco que gira en remolino / mis
sentidos están despojados, mis manos entumecidas…Estoy preparado para ir adonde
sea / preparado para desvanecerme / dentro de mi propio desfile / arroja tu
hechizo bailarín en mi camino / prometo someterme a él…”
Algo
está sucediendo, pero no sabés qué es…
La
mitad de la década del ’60 fue un momento de turbulencia y a la vez de gran
excitación. Inspirada por el ejemplo de los Beatles, toda una nueva generación
de grupos salía al ruedo. Desde Los Angeles, los Byrds combinaron el pop
eléctrico del cuarteto de Liverpool con las letras de Dylan y convirtieron a su
cover de “Mr. Tambourine Man” en el primer bastión del folk-rock. A todo esto,
los principales competidores de Lennon & Co., los Rolling Stones, componían
“(I can’t get no) Satisfaction”, ese himno de frustración sexual que denigraba,
a la vez, los placebos del consumo conspicuo exaltados por la publicidad. Mientras
tanto, la guerra en Vietnam se volvía más y más encarnizada y la visión
repetida de ataúdes envueltos en la bandera de las barras y las estrellas
disparaba marchas antibélicas en todas las grandes ciudades estadounidenses,
reprimidas por la policía y la guardia civil. La brecha generacional se
ensanchaba y amenazaba con partir al país en dos. En este clima de
incertidumbre e inestabilidad social, por un lado, y de nuevos carriles
artísticos por el otro, Bob Dylan edita en 1965 Highway 61 Revisited, uno de los discos capitales, no solo de su
discografía, sino del rock, a secas.
Secundado por Al Kooper en órgano y por el
virtuoso guitarrista de blues Mike Bloomfield, Dylan completó su transformación
estilística acuñando un disco de rock y rhythm and blues como marco de letras
inspiradas y a menudo surrealistas, que disparan imágenes dramáticas y agudas,
tomando como blanco a la sociedad de su tiempo. Los protagonistas de “Like a
rolling stone”, “Ballad of a thin man”, “Tombstone blues” y la maratónica “Desolation
row” son personajes desconcertados por los remolinos de la realidad y las
contradicciones del mundo en el que están inmersos. Dylan es el sagaz
observador que, desde afuera, mira la curiosa comedia humana y la describe con
un sarcasmo y una ironía verdaderamente corrosivos, como en “Desolation Row”:“Están vendiendo postales del ahorcamiento /
y pintando los pasaportes de color marrón / El salón de belleza está lleno de
marineros / el circo ha llegado a la ciudad / Aquí viene el comisionado ciego /
Lo tienen en un trance / una mano está atada al equilibrista / la otra en sus
pantalones / Y el escuadrón antimotines no descansa / necesitan un lugar adonde
ir / mientras Lady y yo observamos, esta noche / desde la calle de la Desolación.”
El año 1966 es considerado
como trascendental para el rock y no es para menos: los Beach Boys hicieron su
obra maestra, Pet Sounds, donde se
revela el talento creador de su líder Brian Wilson al ciento por ciento; los
Beatles revolucionaron otra vez el rock con el salto evolutivo de Revolver, y Bob Dylan coronó su
espectacular trilogía con Blonde on
Blonde, un álbum doble para el asombro. Conservó a Bloomfield y Cooper para
las sesiones, pero se trasladó a Nashville para trabajar con músicos avezados
de la meca de la música country, y una mezcla que en principio parecía como la
del agua y el aceite, resultó ser mágica, justamente porque músicos de
extracción muy distinta dieron lo mejor de sí para hacer un disco que hasta hoy
deslumbra por su frescura, por la cantidad de ideas, estímulos, imágenes y
colores que disparan sus surcos. Si hacía falta alguna prueba de que Dylan
había encontrado una voz diferente, Blonde
on Blonde fue esa evidencia. Hay rock, hay blues, hay baladas románticas.
Hay canciones de celebración y de añoranza, de deseo y melancolía. Y
desbordantes relatos de personajes cuyas personalidades chocan entre sí en el
toma y daca de la vida diaria, como se ve en “Most likely you go your way (and
I’ll go mine)” y –con una cuota de humor que rara vez se le reconoce a Dylan-
en “Leopard-skin pill-box hat”, donde las peripecias de un romance desavenido y
un triángulo amoroso con implicancias homoeróticas se convierten en una comedia
tragicómica: “Le pregunté al doctor si
podía verte / ‘Es malo para su salud’, dijo / Yo desobedecí sus órdenes /y vine a verte, pero me encontré con él en tu
lugar / Mirá, no me importa que me engañe / pero me gustaría que se quitara de
la cabeza / tu nuevo sombrero de copa de piel de leopardo…”
Resaltar algún
clásico sería forzosamente olvidar otro –tal la cantidad de temas
sobresalientes- pero no puedo obviar la tour de force de “Sad eye lady of the
low lands”, once minutos de pasión y nostalgia, y, en la misma vena de amores
que se consumen lentamente y que dejan cicatrices, la belleza atemporal de
“Visions of Johanna” y “Just like a woman” saltan inmediatamente a la vista.
Blonde on Blonde cerraría un
capítulo prolífico y artísticamente pleno en la vida de Bob Dylan. Muchos se
preguntaron en su momento ¿y ahora qué? La respuesta no sería sencilla. Había
tormenta en el horizonte Dylaniano, pero también estaba latente su perenne
capacidad de reinventarse que siempre estuvo presente a lo largo de cincuenta
años de carrera.
Cuatro
Gemas “Ocultas” del Gran Bob
En
general este blog no suele hacerse eco de ediciones discográficas
contemporáneas porque ya hay espacios que se dedican específicamente al tema en
las revistas especializadas. Pero en los próximos días se producirán reediciones
de un material muy valioso de Bob Dylan, de modo que inauguramos la costumbre
de destacar estas piezas que se rescatan del limbo. En una época en que peligra
el soporte físico de la música, me parece muy valioso contar de nuevo con
discos clásicos reeditados en CD, remasterizados con abundante información,
fotos, etc. Los álbumes en cuestión son The
Basement Tapes, New Morning, Before the Flood y Dylan & the Dead.
The Basement Tapes es un destilado (en dos CDs) de la multitud de sesiones de grabación
que tuvieron lugar en el sótano de una casa de la localidad de Woodstock, en el
estado de New York, donde Dylan y su banda de acompañamiento en las giras de
mediados de los ’60, The Band, acumularon carretes y carretes de cintas,
destinadas en principio a hacerlas circular por las editoriales del mundo para
que las grabasen oficialmente otros artistas. Muy mal no le fue a Bob, ya que
el trío folk Peter Paul & Mary eligió grabar “Too much of nothing”,
mientras que los Byrds (fans de la primera hora) optaron por “You ain’t goin’
nowhere”, tema del cual hizo un cover también Joan Baez. Es más, los ingleses
Manfred Mann y Julie Driscoll tuvieron sendos éxitos con “The mighty Quinn”
y “This wheel’s on fire”,
respectivamente. Pero las cintas alcanzaron status de leyenda cuando integraron
el primer álbum pirata del que se tenga noticia en el campo del rock, Great White Wonder y para cuando Sony
Music se decidió a editar The Basement
Tapes en forma de álbum doble, en 1975, el “bootleg” ya había vendido,
según los cálculos más conservadores, varios cientos de miles de copias. La
versión remasterizada de The Basement
Tapes le saca el jugo a las modernas tecnologías de mejoras sonoras,
logrando que estas canciones brillen con el fulgor del gran disco que nunca
realmente pudo ser, ya que –recordemos- las cintas fueron pensadas
primariamente como demos. Dylan y The Band rockean de lo lindo y la sensación
es la de estar escuchando furtivamente el ensayo de una banda de bar de lujo
divirtiéndose en grande con rocks, música country y blues. ¿Mis favoritos?
“Orange juice blues”, “Bessie Smith”, “Tears of rage”, “Please, Mr. Henry” y,
bueno, “This wheel’s on fire”.
New Morning,
editado en octubre de 1970. Un álbum de canciones cortas, instrumentación
sencilla y variedad estilística, donde destacan temas románticos en la vena
country-folk como “If not for you” -que ese mismo año grabaría George Harrison
en su exitoso álbum triple All Things
Must Pass-, “The man in me”, “Time passes slowly” o “Sign on the window”,
un par de buenos blues como “If dogs run free” –con una misteriosa presencia
femenina haciendo scat detrás de Bob y “One more weekend”, otra evidencia de la
faceta libidinosa de Dylan, algo por lo que rara vez obtiene crédito. Vale la
pena destacar también el clima de Americana
de “Day of the locusts” rodeando una letra que describe a un incorformista en
el día de su graduación y la onda de “Winterlude”, a mitad de camino entre un
vals y un mariachi. Otra pequeña perla es el tema que titula el álbum, con su
línea de órgano sutilmente sugerida en el fondo de la mezcla, su ritmo machacón
y su letra que habla de un renacimiento espiritual, con Dylan en su faceta más
familiar y declamatoria. Tema insignia de un álbum con una personalidad mucho
más sólida de lo que salta a simple vista.
Before the Flood es el testimonio de la
gira triunfal de retorno de Bob Dylan y, para variar, The Band estuvo allí para
acompañarlo. La maratón de presentaciones (¡40 shows en 21 días!) por todo
Estados Unidos tuvo lugar en 1974 y, salvo un par de conciertos de homenaje o
benéficos, como un tributo a Woody Guthrie, el Festival de la Isla de Wight 1969 y el evento de Bangla Desh
organizado por George Harrison, Dylan no había aparecido en público desde 1966,
de modo que la expectativa era enorme y eso se reflejó en localidades agotadas por
dondequiera que pasó la gira. Tanto Bob como The Band están en óptima forma,
tocando con fiereza, con garra y con sapiencia, hits atemporales de Dylan, como
“Blowin’ in the wind”, “All along the watchtower”, “It ain’t me, baby”, “Just
like a woman”, “Lay lady lay” y otros, sino también varios clásicos de The
Band, que para ese entonces ya se habían hecho una reputación por méritos
propios. Una vez más, el sonido de la reedición es soberbio, notablemente
superior a la vieja versión.
Para
algunos Dylan & the Dead es uno
de los discos “malditos” en las carreras, tanto de Dylan como de esa otra
leyenda norteamericana, los Grateful Dead. El álbum recibió su buena dosis de
palos cuando apareció en 1989, en parte porque los ’80 no fueron precisamente
una década amistosa para ninguno de los dos artistas, en parte porque fue un
álbum de notorio perfil bajo, editado casi con desgano en su momento. Y sin
embargo, al volver a escucharlo veinte años más tarde, comprobamos que –sin ser
precisamente una obra maestra- Dylan
& the Dead tiene versiones remozadas y sentidas de “I want you” “Slow
train coming” y “Queen Jane approximately”, una decente “All along the
watchtower” re-arreglada al estilo Dead y una sólida performance de “Knockin’
on Heaven’s Door”.
Yo
recomiendo hacerse de los cuatro discos. Música de este calibre no sale todos
los días.
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