jueves, 25 de diciembre de 2008

LITTLE FEAT : PATITAS PA' QUE TE QUIERO

A mediados de los '70, siendo muy joven, entré a trabajar al sello Music Hall, en el Depto. Internacional, y tenía la grata tarea de seleccionar álbumes de sellos extranjeros cuya licencia poseía MH, para que fuesen publicados en la Argentina. Entre otras compañías, teníamos las licencias de Warner Bros., Atlantic, Elektra y Pye Records y pude darme muchos lujos, como los de editar en nuestro país a artistas tan diversos como Incredible String Band, Graham Bond, Miroslav Vitous, King Crimson, Yes, Emerson Lake & Palmer y Jean-Luc Ponty, por nombrar sólo algunos. En otros casos hubo bandas que no llegué a editar localmente pero que me fascinaron, como Little Feat, cuya discografía fue todo un descubrimiento para mí. Esa mezcla de energía, elegancia y exquisito eclecticismo que tenía Little Feat me siguen cautivando hasta hoy. Aunque Little Feat perdió a su alma mater Lowell George hace ya muchos años, la banda se rearmó hace algunos años con muchos de sus músicos de la era clásica, como Paul Barrère, Bill Payne y Sam Clayton, y siguen haciendo muy buena música, como prueba su reciente álbum "Join The Band", donde participan grandes invitados como Dave Matthews y Emmylou Harris. La nota que sigue fue publicada hace algunos años en Rolling Stone y creo que sigue vigente, por eso me animé a reproducirla en este espacio. Ojalá les despierte curiosidad y los lleve a escuchar a esta excelente banda. Alfredo, Dic. 2008.

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Fue un grupo de grupos. De esos que los colegas se quedan escuchando desde el backstage, con gestos arrobados. Sus álbumes siguen apareciendo en las listas de favoritos de críticos y músicos, aunque nunca hayan conseguido un lugar destacado en los rankings.


La historia de Little Feat (un juego de palabras que intenta decir “piecitos” pero que, literalmente, signfica “pequeñas hazañas”) comienza allá por 1970 cuando se juntaron, en Los Angeles, dos exMothers of Invention, Lowell George –cantante, compositor y virtuoso de la guitarra slide- y el bajista Roy Estrada, con el tecladista Bill Payne y el batero Richard Hayward.


El disco debut, Little Feat (1971), mostraba un cuarteto ajustado, con dos compositores –Payne y George- afirmados en la tradición del boogie, el blues y el folk del sur de los Estados Unidos. Los retratos del camino están a la orden del día en temas como “Strawberry Flats” (“No he dormido en una semana / y mis zapatos se sienten ya parte de mis pies”) y en el temprano himno de George, “Willin’”, donde un camionero drogón contrabandea “gente y humos” a través de la frontera con Mexico y elige los caminos secundarios para eludir a la Ley (“/ manejé todas las marcas de camiones que se hayan fabricado...y si me das hierba, polvos blancos y vino / y me hacés una seña / yo estaré dispuesto / a seguir viaje...”)

Sailin’ Shoes salió en 1972 y encontró a un Little Feat más rockero, con mayor acento en las guitarras. Las postales del camino fueron reemplazadas en buena medida por sardónicas visiones de George sobre la vida en Los Angeles, en temas como “Cold, Cold, Cold”, “Tripe Face Boogie”, el propio “Sailin’ Shoes” y “A Apolitical Blues”.


Para Dixie Chicken (1973) Roy Estrada había partido para unirse a la Magic Band de Captain Beefheart. Con su éxodo se produjo un replanteo en el concepto de sonido. Little Feat se transformó en sexteto, con la llegada del bajista Kenny Gradney, el percusionista Sam Clayton y el guitarrista Paul Barrère, quien además aportó un nuevo punto de vista como compositor. La banda de Dixie Chicken suena más funky y más ambiciosa en su paleta musical, como prueban la palpitante canción que le da nombre al álbum, el picante soul y R&B de “Two Trains” y el híbrido “Fat Man In The Bathtub”, que junta el sonido entrecortado característico de Bo Diddley con las resonancias mexicanas que de tanto en tanto harían su aparición en las composiciones de Lowell George.


La imposibilidad de Little Feat de transformar en éxito comercial la alta estima que le prodigaban prensa y colegas significó una fuerte presión sobre las espaldas del grupo y de Lowell George en particular. A fines de 1973 la banda –que nunca mantuvo la más estable de las alianzas- estuvo a punto de disgregarse, pero en lugar de ello se reunieron en Maryland para grabar un cuarto álbum cuyo título era casi un manifiesto: Feats Don’t Fail Me Now. (Pies/hazañas, no me fallen ahora). Feats intentó capturar en el estudio el poder que el grupo desplegaba sobre el escenario y se convirtió en el álbum más consistente y poderoso de Little Feat hasta ese momento. La guitarra slide de George estaba en su momento más expresivo; por su parte, Payne apeló a la sutileza de su piano para acercar la veta funky y el boogie-woogie de New Orleans a clásicos como “Rock and Roll Doctor” y “Oh Atlanta”. Paul Barrère comienza a hacer sentir su aporte, no sólo engordando el sonido de las guitarras sino también con un tema propio, “Skin It Back.” Uno de los grandes atributos de Little Feat eran los climas que lograban en vivo con sus zapadas, delicadas excursiones instrumentales que le daban a los miembros de la banda la chance de expresarse con buen gusto. Gracias a estas jams los temas conocidos incorporaban nuevos detalles y comentarios y el repertorio se revitalizaba. Little Feat llevó este “rework” de su material también a los discos. Es así que en “Feats” encontramos un medley con dos viejos favoritos, “Cold Cold Cold” y “Tripe Face Boogie”, transformados en una sesión funky de diez minutos. Por su parte Lowell George traza en “Spanish Moon” (a la manera de “House of the Rising Sun”), la historia de una de casas de mala reputación, un lugar que lleva al protagonista a crueles sacrificios personales: “Empeñé mi reloj y vendí mi anillo/ sólo para escuchar cantar a esa chica/ no lleva mucho tiempo/ el despertarte un día, arruinado/ podés perderlo todo, allí en Spanish Moon.” Apuntalado por los bronces de Tower of Power y el misterioso órgano de Payne, Spanish Moon se convirtió en otro clásico de Little Feat.


Aunque George continuaría siendo el símbolo principal de Little Feat hasta su muerte de un ataque cardíaco (acontecida en 1979, durante la gira de presentación de su único álbum solista Thanks, I’ll Eat It Here), la combinación entre las distracciones del estilo de vida del rock n’ roll, vivido con el abandono típico de los hedonistas años setenta, y de proyectos paralelos como sesionista y productor, hicieron que las riendas de Little Feat recayesen más y más en Payne y Barrère en los tres álbumes postreros de esta primera etapa en la carrera del grupo. The Last Record Album (1975) trae un buen número de relatos sobre romances frustrados o frustrantes (“Long Distance Love”, “Romance Dance”, “All That You Dream”) y perdedores tratando de encontrar el hilo de sus vidas. Todo en un marco de buenas armonías vocales y ritmos reposados. Este golpe de timón hacia un estilo a la vez más elegante y algo menos filoso alcanza su mejor momento en Time Loves a Hero (1977). Sofisticado e imaginativo, el álbum es un buen resúmen de los géneros que abrazó Little Feat, del rock y el blues al funk y al soul de Memphis. La ejecución es impecable y la producción de Ted Templeman no deja que se escape detalle de la rica oferta musical, en la que se destaca el tema/título y el “Red Streamliner” de Payne, un número que no desentonaría en un álbum de compañeros de ruta como los Doobie Brothers.

La historia del Little Feat clásico se cierra con un álbum en vivo llamado Waiting for Columbus (1978, recomendable, a pesar de los “retoques” que uno le sospecha al escucharlo), un disco de rarezas y outtakes Hoy-Hoy (1982), y el verdadero disco final de esa era, Down On The Farm (1979), que estaba a medio hacer cuando falleció George y que fue completado por el resto de la banda. A pesar de su factura accidentada, Farm ha resistido bien el paso del tiempo y es un digno broche para una de las bandas más personales y virtuosas que dio la escena estadounidense de los setenta.


Como posdata, cabe decir que después de trabajar en diversos proyectos individuales, los miembros de Little Feat se reunieron a mediados de los 80. Llevan grabados varios álbumes más hasta hoy y el CD doble en vivo Live From Neon Park (1996) integra con gracia los repertorios de ambas eras. Y para quienes deseen una visión exhaustiva y coherente de Little Feat, vale la pena invertir en la caja de 4 CDs Hotcakes & Outcakes (2000), en la que 2 CDs cubren la era Lowell George, otro se hace cargo del material que va de los 80 al presente, mientras que el cuarto está dedicado a curiosidades, tomas alternativas y demás yerbas. Alfredo Rosso

Prontuario

Ciudad de Orígen Los Angeles, CA, Estados Unidos

Año de Formación: 1970

Lowell George (Guitarra Slide, Voz)

Nació en 1945 en Hollywood, CA,, Estados Unidos

Paul Barrère (Guitarras, Voz)

Nació en 1948 en Burbank, CA, Estados Unidos

Bill Payne (Teclados, Voz)

Nació en 1949 en Waco, TX, Estados Unidos

Kenny Gradney (Bajo)

Nació en New Orleans, LA, Estados Unidos

Sam Clayton (Percusión, Voz)

Nació en New Orleans, LA, Estados Unidos

Ritchie Hayward (Batería, Voz)

Nació en Ames, IA, Estados Unidos

Albumes Esenciales

>> Sailin’ Shoes (1972)

>> Dixie Chicken (1973)

>> Feats Don’t Fail Me Now (1974)

>> Time Loves a Hero (1977)

>> Hotcakes & Outtakes (2000) (Caja de 4 CDs)

7 Clásicos Little Feat

>> “Willin’”

>> “A Apolitical Blues”

>> “Dixie Chicken”

>> “Two Trains”

>> “Rock And Roll Doctor”

>> “Spanish Moon”

>> “Time Loves A Hero”

Neon Park

De la misma manera que Roger Dean fue responsable de las tapas clásicas de Yes, el ilustrador Neon Park creó una gráfica personal y distintiva para las portadas de buena parte de los álbumes de Little Feat. Se destaca especialmente la torta que se hamaca en Sailin’ Shoes, el paisaje montañoso de Feats Don’t Fail Me Now (que incluye un auto donde viajan juntos George Washington y Marilyn Monroe) y el pueblo fantasma de The Last Record Album, con un fondo donde la famosa montaña de Hollywood es un postre de gelatina.

Situación de Lugar

Otras bandas y solistas en actividad durante el apogeo de Little Feat: Steely Dan, The Doobie Brothers, Eagles, Poco, Jackson Browne, Ry Cooder, Van Dyke Parks, Captain Beefheart & The Magic Band, Crosby Stills & Nash, Linda Ronstadt, Randy Newman, James Taylor, Bonnie Raitt.

martes, 9 de diciembre de 2008

PSICODELIA

LA GRAN AVENTURA DEL ROCK PSICODÉLICO



El hombre suburbano sigue su rutina, sin darse cuenta que su vida terminará. Sale de su casa, va al trabajo, mezcla su aliento con otros alientos, come, razona, evalúa, procrea y cree que “va” hacia alguna parte. La sociedad le enseñó a medir su vida en éxitos y fracasos cotidianos que le producen alegrías o tristezas. No hay nada que no pueda evaluarse, medirse, regularse para ubicarlo en la gran tabla de posiciones del campeonato de la vida. No es raro que nos obsesione la idea de control.

Sin embargo, hay demasiadas cosas que no controlamos. Para empezar las que ocurren mientras desplegamos esa actividad misteriosa que ocupa un tercio de nuestra vida: el sueño. Esa extraña tierra donde lo racional se distorsiona, donde operan otras leyes de tiempo y de espacio. Nuestros sueños desarticulan el barniz de autosuficiencia diurno y nos acercan esos grandes misterios que nunca nos abandonan: ¿qué estamos haciendo en este planeta? ¿De dónde venimos y adónde vamos?

Desde tiempos prehistóricos, todas las sociedades descubrieron y ritualizaron el uso de plantas que amplian la percepción de la mente para tratar de reubicarnos un poco mejor ante esos grandes misterios y adoptar una visión trascendente.

Fue a partir del siglo XIX, sin embargo, cuando los científicos lograron sintetizar substancias químicas con esas mismas propiedades en el laboratorio. El resultado fue la obtención de drogas como la mescalina y el LSD, entre otras.

El cruce entre el rock y el LSD hizo de la palabra psicodélico un término conocido mundialmente. No obstante, es tiempo ya de terminar con la trivialización que la cultura drogota ha hecho del tema: los cambios que la psicodelia produjo en la música y en el arte en general se enlazan con una búsqueda de trascendencia que es tan vieja como el hombre y poco tienen que ver con el uso anestésico que las drogas han alcanzado en el siglo XXI.


Sonidos prehistóricos


Los primeros usuarios advirtieron que el ácido lisérgico ejercía efectos curiosos sobre la audición de música, a los que bautizaron sinastesia, la sensación de que los sonidos podían traducirse en caleidoscópicas explosiones de color. Los escritores Aldous Huxley y William S. Burroughs agregaron que la música no sólo amplió sus experiencias psicodélicas, sino que los ayudó a procesar y revivir esas experiencias mucho después que hubiera pasado el efecto de las drogas. Todos hablaban de una visión transfigurada del mundo cotidiano y la sensación de que el tiempo era elástico.

Esas sensaciones podían ser evocadas más tarde, desde el escenario y en el estudio de grabación, mediante estructuras musicales circulares, melodías oscilantes y sonidos alterados con efectos diversos -reverberación, cámara de eco, delay- que creaban una sensación de espacio. Se volvió común agregar varias capas de sonidos superpuestos que revelaban elementos nuevos y misteriosos con cada audición. La presencia de todos o algunos de estos elementos ya es suficiente como para ganarle a una canción el adjetivo de psicodélica.

Está claro que el estudio de grabación ya había sido usado antes de la llegada de las drogas psicodélicas para crear rock and roll con una atmósfera o un carácter especial y fuera de lo común. La canción que mejor predijo el rock psicodélico fue “I put a spell on you”, grabada en 1956 por un cantante de 27 años de Cleveland, Ohio, llamado Screamin’ Jay Hawkins. Sobre un ritmo de rhythm and blues lento y siniestro, Hawkins creaba una atmósfera maníaca de voodoo al cantar, gritar y aullar como un poseído, mortalmente enojado con la chica que lo había abandonado.

Hubo más sonidos proto-psicodélicos en aquellos días, como los de Hasil Adkins, oriundo de las colinas de West Virginia en el estado de Madison, quien tocaba una forma cruda y salvaje de rock and roll con letras bizarras y una voz poderosa que iba del espectro grave a unos gritos agudos que ponían la piel de gallina. Hasil tocaba una guitarra sobre-amplificada para lograr mayor efecto.

La contribución de Link Wray al lenguaje de la psicodelia también fue importante. En sus grabaciones de fines de los ‘50 y primeros años de la década siguiente hallamos el embrión de la futura guitarra de heavy metal, de thrash y de rock psicodélico. Su uso del volúmen, del vibrato y la distorsión fueron pioneros y esto se ve muy bien en su clásico “Rumble”, de 1958.

Los sonidos delirantes y esotéricos no eran privativos del rock and roll. También en los ’50, el compositor y arreglador mexicano Juan García Esquivel se especializó en música pop de lo que hoy llamaríamos lounge, pero agregándole siempre algún elemento extraño e inesperado de percusión o de efectos sonoros.

En los albores de los ‘60, el productor inglés Joe Meek desarrolló -en su estudio casero- originales técnicas de producción que ayudaron a establecer su fama de genio loco pre-psicodélico: sonido muy comprimido, partes vocales aceleradas, violines fantasmales, sonidos espaciales y efectos sonoros de película de horror clase B. Su mayor logro comercial fue “Telstar”, llamado así en honor al primer satélite de comunicaciones que se puso en órbita. Grabado por The Tornados, un grupo de ex sesionistas, “Telstar” llegó al primer puesto en USA en 1962 y vendió más de cinco millones de discos.


Doctrina psicodélica Beatle


Estas primeras piezas del rompecabezas psicodélico necesitaban de un factor gelificante Y el elemento que expandió el evangelio psicodélico por todo el mundo fue –no por casualidad- el grupo musical pop más famoso del siglo XX, The Beatles. Rubber Soul, aquel crucial álbum de transición que graban en 1965, traía “Norwegian Wood”, de John Lennon, donde aparece por primera vez en un disco pop el sonido del sitar indio, tocado por George Harrison. Para muchos, sin embargo, la piedra basal de la psicodelia inglesa es otro tema de Lennon, “Rain”, que los Beatles graban entre Rubber Soul y su siguiente álbum, Revolver. Detrás de una melodía sinuosa, cuasi arábiga, voces y guitarras pasadas al revés y otros artilugios sonoros animan un relato que toma como centro los fenómenos meteorológicos para trazar una metáfora sobre la mente y sus percepciones. Unas percepciones que a esta altura habían sido modificadas por el contacto con la marihuana y el LSD, catalizadores de un proceso que –de todas formas- estaba en pleno desarrollo con o sin ayudas herbales o químicas: la avidez de los Beatles de investigar nuevos caminos iba a llevar al rock a un salto evolutivo inédito.

En Revolver, la explosión psicodélica ya es incontenible y una vez más John Lennon lleva la batuta. En su “Tomorrow Never Knows” los Beatles sueltan toda la artillería psicodélica sobre un mundo perplejo: voz distorsionada, un collage de efectos sonoros montado sobre cintas pasadas al revés, y una letra basada en un texto budista procesado -no por casualidad- por Timothy Leary, que aconseja al oyente “desconectar la mente, relajarse y flotar corriente abajo”. Por su parte, “She said she said” trae una alusión a una anécdota verídica que sucedió durante un viaje con LSD y también encontramos “I’m only sleeping”, canción que invita a dejarse llevar, a disfrutar de ese momento de tierra de nadie entre sueño y realidad que llamamos vigilia.

La temprana senda psicodélica que abrieron los Beatles con Revolver -y que van a potenciar con Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, Magical Mystery Tour y el Album Blanco - se ensancha con la llegada de músicos que manejan un nuevo nivel de virtuosismo. En el camino se incorporan instrumentos novedosos con posibilidades inéditas, como el melotrón -especie de sampler analógico que permite recrear el sonido de las cuerdas desde un teclado-, el sintetizador Moog y nuevos efectos para la guitarra eléctrica, como el pedal wah-wah. Al mismo tiempo, los avances en la tecnología de grabación permiten utilizar cada vez más canales, con lo cual el estudio se convierte en un elemento cada vez más activo en el armado de los discos.

El entorno geográfico también hizo lo suyo: a mediados de los años ‘60 la capital inglesa, el “Swinging London”, era el centro del mundo joven. La Inglaterra gris de posguerra había renacido de sus cenizas a través de una nueva generación que estaba dejando su marca en el mundo del arte, la literatura, el cine, la moda y –obviamente- la música. La explosión de los Beatles a nivel nacional primero y mundial después, creó un efecto bola de nieve que potenció todo el rock inglés, no sólo el que surgía de la capital, sino también el que provenía de ciudades como Liverpool o Manchester, hasta entonces ignoradas por una industria musical centrada en Londres. Entre 1966 y 1967 la mayoría de esos grupos que hasta entonces integraban su repertorio principalmente con covers de blues, rhythm & blues y soul de artistas estadounidenses, comienzan a componer desde una perspectiva netamente inglesa, con un afán experimental que no conoce límites. Las nuevas canciones reflejan ese ángulo excéntrico que siempre ha merodeado la literatura y el arte popular de las islas, desde las surrealistas visiones de Lewis Caroll a las tradiciones del vaudeville.

Es entonces cuando la psicodelia inglesa estalla de golpe. Los Rolling Stones (todavía con Brian Jones en sus filas) cambian la ortodoxia blusera de sus comienzos por el viaje polícromo de Between the Buttons y Their Satanic Majesties Request. Otro tanto ocurre con los Pretty Things –una versión más primal de Jagger & Co.- quienes dejan atrás sus covers de bluesmen y rockeros iniciáticos para transformarse en pioneros de las obras conceptuales, con los álbumes S.F.Sorrow y Parachute.

Una verdadera revolución se desata, al mismo tiempo, en las neuronas de los principales rockers ingleses. Los Yardbirds, aquellos puristas del rhythm and blues cuando contaban con el joven Eric Clapton en sus filas, acuñan ahora un himno psicodélico. Su single “Happenings ten years time ago”/ “Psycho-daisies” hace alarde de otros dos expertos guitarristas compartiendo cartel: Jeff Beck y Jimmy Page. A esta altura, Clapton se había embarcado ya en su propio viaje musical. El trío Cream pasa de recrear a los bluesmen del Mississippi y de Chicago en debut, Fresh Cream, a imaginar a una chica que camina como un arco iris pintado y a hablar de una extraña pócima que “mata lo que está en tu interior” en su gema psicodélica del ’67, Disraeli Gears. Por su parte, Steve Winwood, niño prodigio de Birmingham, siente que el esquema de R&B del Spencer Davis Group se le ha vuelto una camisa de fuerza y. emigra para formar Traffic. Con sus nuevos compañeros se va a una granja a parir un álbum debut de pop efervescente, cuyo título lo dice todo: Mr. Fantasy. Los propios Kinks, que alguna vez preanunciaron la era del hard-rock con su hit “You’ve really got me”, matizan ahora las viñetas costumbristas de su compositor Ray Davies con reflexiones existencialistas centradas en ese “viejo sol holgazán” en otro de los grandes discos del ’67, Something Else.

La psicodelia de Albion también supo teñir los sonidos tradicionales. El escocés Donovan pronto abandonaría la austeridad acústica del folk que lo llevó a ser bautizado como “el Bob Dylan británico” para inventarse un cosmos donde entraron tanto el organillero ensoñado de “Hurdy gurdy man” como un minucioso relato sobre el continente perdido de la Atlántida. Más radical todavía fue la transformación de sus compatriotas de la Incredible String Band. En sus comienzos de Glasgow fueron un trío de folk pero muy pronto sus dos nervios motores, Robin Williamson y Mike Heron soltaron amarras con una música que ilustraba una visión poética, filosófica y mística de la vida. Su epicentro está en los álbumes 5000 Spirits or the Layers of the Onion y The Hangman’s Beautiful Daughter, donde una tonada de canción infantil puede mezclarse con un aire tradicional celta y desembocar en una cadencia con resabios de Oriente Medio, mientras las letras pasan de simbolismos propios del zen a comentar los hábitos de una ameba.

Así como la psicodelia británica se alimentó del rhythm and blues blanco y del pop de principios de los ’60, también actuó como catalizadora de nuevas corrientes dentro del rock. El Pink Floyd que alcanzaría fama mundial con The Dark Side of the Moon y The Wall nació combinando rock espacial y caprichosas melodías lewiscarrollianas de la mano de Syd Barrett en The Piper at the Gates of Dawn, gestado en los estudios Abbey Road al mismo tiempo que Sgt. Peppers. En aquellos días, Floyd era una presencia habitual en el club UFO -epicentro de la psicodelia londinense- en cuyos shows multimedia participaba también el Soft Machine original de Robert Wyatt, Mike Ratledge, Kevin Ayers y Daevid Allen banda que encarnaría el ala más experimental del Rock de Canterbury, cuyas ramificaciones incluyen a grupos como Caravan, Gong y Matching Mole.

Antes de convertirse en un ícono del virtuosismo sinfónico con ELP, el tecladista Keith Emerson se mojó los pies en el arroyo psicodélico de The Thoughts of Emerlist Davjack, su debut junto a The Nice y hasta el propio Yes de Jon Anderson y Chris Squire se presentó ante el mundo con un disco de pop sofisticado. Lo titularon con el nombre del grupo, y en su interior convivían coloridos temas propios con covers que bañaban en una luz novedosa temas relativamente desconocidos de los Beatles (“Every little thing”) y de los Byrds (“I see you”).


La psicodelia del Tío Sam


La elección de covers de Yes era muy coherente. Ya hemos mencionado el papel fundamental de los Beatles en el desarrollo de la psicodelia dentro del rock. Desde Los Angeles, California, el rol catalizador de los Byrds en el rock estadounidense fue igualmente crucial. Al folk disidente de Bob Dylan, los Byrds le sumaron la estética pop eléctrica de los Beatles y las armonías vocales de los Everly Brothers para fundar las bases del folk-rock con su versión de “Mr. Tambourine man”. Era sólo el comienzo: los años por venir traerían la confusa ensoñación de “Eight miles high” y el canturrear entre cósmico y pueril de “Mr. Spaceman”, pero el gran salto cualitativo de los Byrds ocurre cuando uno de sus líderes, David Crosby, comienza a experimentar en serio con la composición y sumerge en un sutil baño psicodélico a los mejores momentos del álbum Younger than Yesterday, otro producto de ese año inefable, 1967. Bajo el mismo cielo angelino, los Doors de Jim Morrison copaban las ondas radiales con “Light my fire”, desplazando de la atención de su sello grabador a otra banda que logró hermanar rock, soul y hasta devaneos con ritmos mariachis rodeando una poesía sutilmente psicodélica: el Love conducido por Arthur Lee que dejó otros testimonios claves de la época en los discos Da Capo y el beatificado Forever Changes.

Mientras tanto, en los otros cincuenta y tantos estados, impulsados por el ejemplo de los grupos ingleses que llegaban como hordas desde el otro lado del Atlántico, los Estados Unidos despertaban de su letargo rockero para desatar un fenómeno que se conoció como Rock de Garaje. Con mucho más entusiasmo que horas de estudio en el pentagrama, portando casi siempre instrumentos de dudosa cuna, músicos novatos de ciudades y suburbios de todo el inmenso país salían al ruedo con guitarras impregnadas distorsión y energía pura. The Thirteen Floor Elevators, The Seeds, The Electric Prunes, Count Five, The Shadows of Knight son sólo algunos nombres que encabezaron esta rudimentaria fase de psicodelia garajera, magistralemente compilada en la caja Nuggets, del sello Rhino.

Hacia 1966, crece la importancia de la otra gran ciudad californiana, San Francisco, como centro mundial de la psicodelia. Esta elevación de San Francisco tiene que ver con ese gran conflicto de valores que explota en los ’60: la generation gap. Por un lado tenemos la generación de padres y figuras de autoridad, con su fe en la sociedad de consumo y en el rol de Estados Unidos como guardián de la democracia capitalista en el mundo, y en el otro extremo la de sus hijos, los baby boomers. Estos jóvenes que se negaban a viajar a Vietnam a morir en una guerra ajena tampoco tenían intenciones de seguir la profesión ni adoptar el modelo de vida de sus padres. Y como la comunicación en casa se había vuelto imposible, cientos de ellos comienzan a dejar sus hogares y a dirigirse a California, atraídos por las nuevas teorías sobre la vida en comunidades autosuficientes sobre las que han oído hablar o sobre las que han leído en fanzines universitarias. Una vez en San Francisco, algunos cambian de vida radicalmente; otros se limitan a aprovechar la atmósfera permisiva de la ciudad y viven en squatters, practican el amor libre –un lujo de los tiempos previos al Sida- y experimentan con drogas psicodélicas. Y, claro, escuchan rock en locales como el Avalon, Winterland y el Fillmore West.

Los grupos de San Francisco conocían su cancionero de folk y blues pero también se habían vuelto locos por la invasión británica encabezada por Beatles, Stones y Kinks. En las épocas en que el LSD todavía era legal, los Grateful Dead fueron la banda residente de los Electric Kool-Aid Acid Tests, las reuniones masivas que el escritor Ken Kesey organizaba con su tribu de Merry Pranksters y una nutrida grey de residentes californianos.

La idea era expandir la mente con el ácido en un ambiente placentero con abundantes estímulos para los sentidos. El rol del grupo comandado por el guitarrista y cantante Jerry García era crucial para contribuir a la atmósfera de bienestar general. Los músicos interactuaban con el público y era común que los temas se extendieran hasta superar la media hora para mantener y expandir la vibración que compartían los participantes. Con los años los Dead se transformarían en un mito nacional que se extendió a lo largo de tres décadas pero su etapa psicodélica por excelencia se concentra en tres álbumes de su primera época: Anthem of the Sun, Aoxomoxoa y Live/Dead.

“Una píldora te vuelve más grande / y otra más pequeña / y las que te da tu madre / no te producen efecto alguno / andá y preguntale a Alice / cuando crece hasta los tres metros…” Cuando dejó The Great Society para liderar la otra banda crucial de San Francisco, Jefferson Airplane, la cantante Grace Slick trajo consigo “White rabbit”, una superposición del paisaje de “Alicia en el país de las maravillas” con un viaje de LSD. Misteriosamente, la canción superó la barrera de los censores y llegó a lo alto del ránking, poniendo en el mapa a la banda y a su segundo álbum Surrealistic Pillow, donde Jefferson se despachaba a gusto sobre las trampas de la sociedad plástica y daba rienda suelta a la pulsión por liberarse y crear horizontes nuevos. Con la guitarra inspirada de Jorma Kaukonen y varios compositores pugnando en creativa competencia, los Aiplane concretarían otro de los mojones psicodélicos de la era con After Bathing at Baxters, del ’68, antes de imprimirle a su música un rumbo más político y terráqueo.

A decir verdad, la psicodelia estaba en el aire del verano del amor de 1967. Y a la vez crecía la industria que había alimentado su símbología. Mandalas, incienso, collares, ropas multicolores y posters fosforescentes adornaban las tiendas de San Francisco, al tiempo que los idealistas de la primera hora realizaban un simbolico entierro hippie en público, dando a entender que al ideal de la sociedad alternativa se lo había tragado ya el aparato de la multimedia.

No obstante, como bien pudo verse en esa celebración por excelencia del rock californiano -el festival Monterey Pop ’67- la psicodelia gozaba de buena salud e incluso visitaba la estética y el repertorio de grupos cuyo timón musical los llevaría luego en otras direcciones, como Country Joe & the Fish, Buffalo Springfield o Eric Burdon & the New Animals. Pero hubo un momento en el festival en el que todas las retinas se fijaron en un duende negro que después de realizar las piruetas más impensadas al comando de la guitarra eléctrica, concluyó su recital prendiéndole fuego. La pirotecnia de Jimi Hendrix era sólo una excusa para atrapar la atención de la audiencia; lo importante es que detrás de la fachada cirquera había un músico cabal que en apenas tres años de carrera reinventó el lenguaje de su instrumento y del rock conocido. Hendrix le dio profundidad de campo a la psicodelia. Después de reflejar con un riff inolvidable esa confusa zona de nadie de la percepción alterada por LSD en “Purple haze”, desplegó todo el abanico estilístico de su musa en tres discos fundamentales: Are You Experienced?, Axis Bold As Love y Electric Ladyland.

Antes de sucumbir a la tragedia absurda y evitable de una noche de Londres, Hendrix produjo un álbum injustamente relegado, Band of Gypsys donde –cambiando radicalmente de acompañantes- mezcló rock, funk, soul y psicodelia, mostrando el camino que en décadas sucesivas iban a recorrer Parliament y Funkadelic, Prince y un casi desconocido pero genial virtuoso de la fusión jazz-rock llamado James Blood Ulmer. A esta altura resultaba obvio que la influencia psicodelia en la música no podía ser atada a una era o a un estilo. Con el arribo de los ’70 la encontramos alimentando la liturgia espacial de un jazzman como Sun Ra, el folk marginal y barroco de Tom Rapp y su Pears Before Swine y la inédita deconstrucción de rock y blues que practicó Captain Beefheart con su Magic Band.


Punk, paredón y después


El periodista Simon Reynolds decía que la música más interesante sucede no dentro de una movida musical hegemónica, sino en esos períodos en que, aparentemente, no pasa demasiado. En 1977 la revolución punk de los Sex Pistols y The Clash amenazó con arrasar todo a su paso y regresar el reloj del rock al año cero. Dos años más tarde, sin embargo, el punk había se había ramificado en muchas direcciones y creado el campo variopinto de la New Wave, donde convivieron varios fenómenos musicales con rasgos inequívocos de psicodelia. Al cerrar los ’70 la ciudad de Liverpool vuelve a ser epicentro de un cimbronazo musical con Echo & the Bunnymen y The Teardrop Explodes liderando el renacer rockero de la urbe portuaria. Crocodiles de los primeros y Kilimanjaro, de los pupilos de Julian Cope, muestran letras solemnes y caprichosas pegadas a arreglos que procesan el aplomo clacisista de los Doors, la mocosa desfachatez del rock garajero y la nueva urgencia que aportó el punk, sin olvidar la mezcla de abandono glam y experimentación intuitiva que atizó el genial primer álbum de Roxy Music en 1972, cuando en sus filas convivían –en un frágil y precario equilibrio- los genios creadores de Bryan Ferry y Brian Eno.

Manchester se adornó de tintes psicodélicos oscuros con el Magazine de Howard Devoto y un disco que hizo escuela allá por el ’79: Real Life. Para entonces, la oleada alemana del Kraut Rock comandada por, entre otros, Can, Faust, Popol Vuh, Neu y los tempranos Kraftwerk había calado hondo en el Reino Unido. Muchos de los experimentos híbridos y deformes de los albores de los ’80, desde el primer P.I.L. de Johnny Rotten/Lydon al colorido rock militante de Gang of Four tienen la impronta teutona a flor de piel. XTC no aguantó más y decidió usar el traje psicodélico (que siempre los acompañó, por otra parte) de la manera más obvia posible. Resplandecieron de colores en la portada de su Oranges & Lemons y hasta llevaron el concepto al extremo del pastiche con su alter ego -The Dukes of Stratosfear- creado al sólo efecto de eyacular psicodelia por todos los poros. Es la era, también, de excéntricos experimentos unipersonales como el Fried del exTeardrop Julian Cope y I Often Dream of Trains, de Robyn Hitchcock, quien ya venía de probar la temperatura de las aguas psicodélicas con su banda The Soft Boys.

Nadie diría que esa Inglaterra de la Thatcher y el tecno-pop, la mismísima isla donde entronizados yuppies leían The Face con un ojo y chequeaban las cotizaciones de la bolsa con el otro, era precisamente un bastión de concepciones musicales aventuradas. Y aún así la Albion de los ’80 también parió el sello 4AD con su grupo insignia, The Cocteau Twins, y sus trances oceánicos, colgados del flanger de la guitarra de Robin Guthrie y los gorjeos en lenguas ignotas de Elizabeth Fraser. En medio de la década sin utopías de la “Me Generation”, la onírica psicodelia de Cocteau Twins evocaba un remanso de infantil inocencia. También fue un dúo hombre-mujer el nervio motor de Dead Can Dance, y sin demandarle un esfuerzo supremo a la voluntad notaremos sutiles pinceladas psicodélicas entre los saltarellos, coros recoletos y proyecciones étnicas que adornan discos como Aion o Within the Realm of a Dying Sun.

En las viejas colonias, entretanto, mientras The Boss Springsteen se golpeaba el pecho con el mensaje ambiguo de Born in the USA, al tiempo que Madonna le reescribía el guión a las muchachas de la década Reagan, dos fenómenos rockeros competían por la atención de los Estados Unidos rockeros y alternativos.

Levantando el polvoriento estandarte de un folk-rock, aggiornado por un palpitar punk que se habría paso con dificultad en el territorio alienígeno del rock de estadios, nacía una movida bautizada como Nuevo Rock Americano. Con arreglos de voces inspirados en los Byrds y una rabia rockera contagiada del primer Tom Petty nació una nueva visión y alumbró un temprano ícono en un pueblo de Georgia llamado Athens. Se llamó R.E.M. y le llevó tres años bruñir una gema de psicodelia de tierra adentro como Fables of the Reconstruction. Tras la impronta de R.E.M. se animaron Giant Sand, Violent Femmes, Thin White Rope y varios otros que modularon sonidos excéntricos entre la ventisca de los desiertos y el sol a plomo de una siesta de pueblo chico.

El otro fenómeno remitió a tradiciones distintas pero también engarzadas en lo profundo del American Way of Life. The Cramps buceó en la estética del comic y las películas de terror clase Z, le echó un toque de rockabilly y reverb y arrojó sobre un mundo desprevenido las dudosas delicias de dos minutos y fracción de Psychedelic Jungle. En la misma batea los disqueros intuitivamente arrojaron a Fuzztones y Gun Club. .


Los polimorfos noventas


Una cortina de hierro no cae todos los días. Corría 1989 y pocos meses después el muro de Berlín también era historia. Una historia que, según el politicólogo Fukuyama, había llegado a su fin junto con las viejas antinomias de la Guerra Fría. La globalización estaba a la vuelta de la esquina y con ella ese mensaje cada vez más unívoco y despojado de molestos debates que fomenta la multimedia. Ah, pero no voy a deprimirlos porque en el umbral de los ’90 hay signos distintivos de psicodelia.

La culpa de todo la tuvieron Jesus & Mary Chain, por destapar la nueva Caja de Pandora de melodías pop enrevesadas con acoples asesinos en Psychocandy, berrido primigenio de estos escoceses que tocaron un nervio sensible en su generación. Entre los que recogieron el guante figuraba un tal Kevin Shields, fundador del grupo My Bloody Valentine, quien se abocó a fundar un nuevo rol para la guitarra eléctrica. Adiós a los solos virtuosos de diez minutos y a los riffs lascerants de la era punk. Ahora la guitarra significaba capas superpuestas de notas que desataron una nueva serie de palabras claves dentro del rock: texturas, ambiente, atmósfera, trance. En los albores de los ’90 Loveless se se convirtió prestamente en uno de esos álbumes-visagra, que marcan un antes y un después y abren cabezas por doquier. La reinvención que hace My Bloody Valentine del tema pop/rock convencional en cuanto a estructura, arreglos y rol de los instrumentos se haría sentir en todo el rock británico de la última década y media, desde los nuevos cruzados del rock guitarrero que cayeron bajo el apodo de Shoegazers (Ride, Chapterhouse, Slowdive), hasta las variantes experimentales que el sello Too Pure fogoneó a través de bandas como Stereolab, Pram, Laika y Moonshake y, ya en nuestros días, con Electrelane.

Estamos ya en plena era digital y la gravitación del sampler alcanza masa crítica. Ningún sonido es sagrado: ni los que están sueltos en la naturaleza ni los que provienen de otros discos, en tanto el usuario apacigüe a los dueños del copyright original. El rock ha recorrido un largo camino desde que los singles pop duraban dos minutos y fracción y debían tener tres estrofas y estribillo. De la mano de esa nueva libertad –conceptual y tecnológica- que se respira en el rock británico de los ’90, el espíritu psicodélico visitará latitudes insospechadas. Flotará sobre el trip-hop de la zona de Bristol con Portishead y se colará en los bastiones del sonido Madchester, en otros dos álbumes fundamentales de la era como el debut de Stone Roses y el Pills’n’Thrills and Belly Aches, de Happy Mondays, consumando el matrimonio del pop y el house.

No faltará quien detecte hebras psicodélicas en los momentos de mayor abandono de Oasis, Blur y otros íconos del britpop pero si hablamos de bandas que llevaron la imprevisibilidad y la apertura mental propia de la psicodelia a flor de piel es imposible saltearnos a Spiritualized y Primal Scream. El líder de los primeros, Jason Pierce, hizo sus deberes impulsando el rock surreal de Spacemen 3 al morir los ’80 y volcó la experiencia acumulada en su nueva banda a través de obras estimulantes y acabadas como Lazer Guided Melodies y Ladies and Gentlemen: We Are Floating In Space. Por su parte, el ex baterista de Jesus & Mary Chain, Bobby Gillespie, convirtió a Primal Scream en un condensador de los principales géneros que alimentan el rock en el siglo XXI. Su barco de rock, soul, rhythm and blues, tecno y electrónica supo siempre llevar un pasajero extra abordo, un polizón hecho de arreglos, efectos y, en última instancia, convicción psicodélica. Concientemente o no, la impronta de estas dos bandas se filtró en otros protagonistas originales de la década, como la Beta Band y los galeses Gorky Zygotic Mynci.

Las generalizaciones a menudo impiden ver el detalle y es así que si nos situamos en los 90’ y en Estados Unidos, la tentación es pensar que la escena de rock estuvo monopolizada primero por el grunge y más tarde por el nu-metal. Pero si nos alejamos un poco del mainstream encontramos una celebración lisa y llana de la psicodelia en emprendimientos de pueblo chico, como sucedió en Athens, Georgia (¡Otra vez! ¿Qué le ponen al agua?) con la troupe del sello independiente Elephant 6 -Apples in Stereo, Olivia Tremor Control, Neutral Milk Hotel- y también en los pasadizos algo más intrincados del post-rock de Chicago, como puede detectarse en los álbumes TNT de Tortoise o Camouflage de Gastr del Sol y en varios proyectos de The Sea and Cake.

Por ser una movida que exige más que nada curiosidad y una mente abierta, la psicodelia ama meterse con la tecnología y filtrarse en otros géneros. Por eso no sorprende que haya congeniado a la perfección con el hip-hop de De La Soul y P.M.Dawn o que pueda trepar a lo alto de los ránkings de la mano del camaleónico Beck, de Mutations al reciente Güero.

Desde las celebraciones del club UFO en Londres a los eventos de Marta Minujín en Buenos Aires, la psicodelia siempre se sientió como pez en el agua en los espectáculos multimedia. Eso lo comprendió muy bien el grupo Flaming Lips, cuyos recitales son un despliegue de proyecciones, luz negra y trucos mágicos que tienen como epicentro al cantante, guitarrista y conductor Wayne Coyne. Verlo mover las manos como un prestidigitador por entre el campo de fuerza de su theremin, mientras la pantalla de fondo muestra escenas de El Mago de Oz es un espectáculo único.

Como la proverbial hidra, aquella bestia mitológica multicéfala, la psicodelia continúa regenerándose y despertando la curiosidad de nuevas generaciones. A veces de manera obvia y manifiesta, como en los coloridos pastiches diseñados por Mike Myers para su personaje Austin Powers; otras por canales más sutiles. Rock y psicodelia siguen siendo socios viables en las puertas del 2009, parte de ese virus mutante que sigue desarrollando nuevas cepas por más que quieran vacunarlo una y otra vez con el suero de la previsibilidad.

Alfredo Rosso


Esta nota apareció por primera vez como parte de un especial sobre Psicodelia de revista La Mano en 2005.

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miércoles, 19 de noviembre de 2008

EL FIN DE LA INOCENCIA - Serú Girán y su tiempo


En septiembre de 2006 La Mano hizo un número especial dedicado a la carrera de Charly García, con sus diferentes etapas y agrupaciones. Yo elegí recordar a Serú Girán y su tiempo. Esta fue la nota.


Un buen día se terminaron esas tardes de sol blanco de invierno, con el olor rancio del manual Estrada para alumnos de primaria mezclándose con el del café con leche y las tostadas con manteca y dulce de la merienda materna. Las filas de la escuela habían sido derechitas, incluso tomábamos distancia haciendo un remedo del saludo nazi con el compañerito de adelante, en claustros donde nadie osaba decir que los próceres también iban al baño. Pero aunque esa calma relativa de los primeros años ’60 tuvo como telón de fondo a militares con vocación mesiánica como cortapisa de breves y débiles gobiernos democráticos, la sangre –la verdadera sangre- aún no había corrido. El mundo adolescente era ancho y fantasioso, el monopolio de la Playstation todavía una mera posibilidad de ciencia-ficción, y si bien los dictámenes de los mayores solían cumplirse más o menos a pie juntillas, el espacio de un joven todavía podía acomodar el reaseguro de los guisos de madre y los postres de abuela con una sabia, intuitiva desconfianza de ese maestro que siempre tenía la razón, aún cuando no la tuviera.

Cuando llegó el rock, con la tribu de La Cueva, con Almendra, con Sui Generis, no lo vivimos como algo de afuera. Ese rebelde que no quería ser esclavo de una tradición, esa balsa que quería naufragar, ese hielo que había que derretir, ese viento de los vivos que nos despertó eran, en esencia, la misma cosa: el ruido de rotas cadenas que consagraba el himno nacional aplicado ya no a la letra muerta de la retórica politiquera, sino a nuestras vidas contantes y sonantes. No queríamos ser adultitos, ni repetir como loros el catecismo rancio de padres, maestros y presidentes castrenses de mirada adusta y bigote tupido acerca del ser nacional y el futuro de grandeza que nos aguardaba si sabíamos ocupar nuestro lugar en la sociedad sin hacer olas.

Queríamos una vida. Así de sencillo. Fuimos primeros en ver que los diplomas, en definitiva, son de cartón y los días de sol hermosos pero finitos y que este momento es diferente a todos los anteriores; este momento es ahora y no vuelve nunca más. Ese instinto tácito de carpe diem fue el que nos empezó a congregar en los recitales primerizos del centro, en el Festival Pinap y en el Velódromo del B.A.Rock.

A nuestro alrededor, sin embargo, se estaba formando una tormenta. Un azote que despreciaba el valor primigenio del cual nacen todas las nociones: la vida. El mensaje era claro: “vas a vivir como yo quiero, con mis valores y mis jerarquías, o te voy a matar.” En la época de la triple A, en los primeros días del Proceso, los personajes de las canciones ya no sueltan frases asertivas, del tipo “tengo que conseguir mucha madera”, “cada día somos más”, “bronca con los dos dedos en v”. Ahora son reyes impotentes ante conjuras palaciegas asesinas, bardos que se preguntan para quién cantan si los humildes nunca los entienden, o jóvenes que, al amparo de la noche, cubren su cara y su pelo para escapar de algún lío en el que seguramente no participaron, pero que alguna fuerza nefasta omnisciente no tardará en endilgarles.

Por otra parte, conmueve la miopía de quienes -con el resultado puesto, además- le toman examen al rock nacional de tiempos del Proceso, sugiriendo que el movimiento, en su conjunto, no adoptó una posición más radicalizada frente al atropello militar. Lo que estos críticos (muchos de ellos aún de pantalones cortos cuando estos acontecimientos sucedían) olvidan es que entre 1976 y 1983, el mero hecho de estar involucrado en un quehacer artístico o literario ya era de por sí una forma real de resistencia frente al oscurantismo de Videla y sus sucesores, frente a la férrea censura que lo cubría todo pero, por sobre todas las cosas, para intentar superar el miedo, el desánimo y su última consecuencia, la parálisis existencial.

Serú Girán aparece en la escena nacional en donde la risa, el gesto espontáneo, la visión ambigua de la realidad y el libre debate de ideas habían sido suprimidos de cuajo. Todavía faltaban varios años para que se supieran los detalles más truculentos de desaparecidos y chupaderos, pero flotaba en el aire la sensación de un país sitiado por su propio ejército de ocupación. La peor represión, sin embargo, es la que uno va internalizando sin darse cuenta. En aquel entonces, que un músico se moviera demasiado sobre un escenario lo hacía acreedor, casi invariablemente, a las burlas y la denostación de su público. “¡Cirquero! ¡Quedate quieto y tocá!” es una frase que no le resultaba extraña de escuchar al Charly García de entonces. Pero pocas veces la mala vibra de una audiencia se convirtió a tal punto en protagonista estelar de un evento como en el llamado Festival para la Genética Humana que tuvo lugar en el Luna Park en 1978 y que marcó el debut de Serú Girán en nuestro medio. La intolerancia ya había boicoteado el set de grupos como Horizonte –que quiso amalgamar rock y folklore dos décadas antes de que se volviese cool- y de los brasileños Casa Das Maquinas, quienes regresaron a su tierra con una colección de aquellas pesadas pilas medianas que cargaban los grabadores de entonces. Después de quién sabe cuánto tiempo le tocó el turno de tomar el escenario a García, Lebón, Aznar y Moro, recién llegados de Buzios, donde habían puesto los toques finales de su primer disco.

El shock de la banda no pudo ser mayor: aunque Brasil estaba también bajo un régimen militar, el clima era bastante más descontracturado que la olla a presión argentina de entonces. Serú llegaba con una dirección musical centrada en canciones de buenas melodías, letras sensibles y armonías vocales cuidadosamente trabajadas, mientras que buena parte de la audiencia todavía soñaba con el blitzkrieg sinfónico de La Máquina de Hacer Pájaros.

El grupo tuvo su parte de responsabilidad en la debacle, también. El set fue corto y distante y el tema elegido para concluir, “Autos, jets, aviones, barcos” debe haber sonado como una afrenta ante quienes, justamente, no tenían la posibilidad de elegir esa vía rápida para salir de la pesadilla que compartían por aquel entonces veinticinco millones de conciudadanos. “Por el Ecuador, el trópico, el sol saluda a nuevos vagabundos / es que en tierra nadie queda / la verdad es que se está yendo todo el mundo…” Sonaba duro, sonaba cruel, pero era lo que estaba sucediendo, no sólo en Argentina y Brasil, sino también en el Chile de Pinochet y el Uruguay de Bordaberry, donde la imaginación popular graficó el éxodo masivo con una frase que luego tuvo copiones fronteras afuera: “Borda… el último que salga que apague la luz de Carrasco…”

El enamoramiento del público argentino con Serú Girán fue lento a la vez que progresivo. Pronto tuvieron un primer álbum sobre la mesa, inaugurando las operaciones del sello Sazam, un disco donde los estímulos cruzados eran difíciles de asimilar, ya desde el tema que lo iniciaba, “Eiti Leda”, un rebautizo y rearreglo del “Nena”, creado en los días de Sui Generis. Matizado con los arreglos orquestales de Daniel Goldberg, el piano de Charly, la guitarra funky de David y el omnipresente bajo de Pedro se repartían los pasillos instrumentales de una historia de amor en una ciudad que se ha vuelto ajena, entre autopistas con infinitos carteles que no dicen nada, donde el protagonista imagina con melancólico anhelo “el día que desfilen los cuerpos que han sido salvados…” Similar intimación de Paraíso Perdido ensaya David Lebón –ya sin ambigüedades- en “El mendigo en el andén”, un menesteroso enamorado cuyo habitat es un pueblo fantasma “donde nunca pasa el tren”. Si esta imagen resulta coherente con la de un país espectral en el que se había interrumpido el libre tránsito de las ideas, es comprensible que algunos sólo busquen la evasión de la noche frívola, como la protagonista de “Seminare”, a la que Lebón le advierte, con un delicioso tono a mitad de camino entre la resignación y el despecho: “esas motos que van a mil / sólo el viento te harán sentir / nada más…”

Es interesante, también, ver cómo Serú Girán se ve a sí mismo, a través de dos temas de los que rara vez se ocupan los comentarios de la prensa ni las antologías. La melancolía del brevísimo “Separata” y el rock and roll falsamente fiestero de “Voy a mil” hablan en esencia de lo mismo: del nuevo status profesional adquirido por nuestros músicos, el cual no los libra de las obvias trampas de su entorno, desde las presiones y expectativas de su público, hasta un productor que les paga en “especies” que los tienen siempre a mil, como el conejito de la propaganda de pilas.


Pantalones largos


Serú Girán rompe el limbo de su útero gestor brasileño cuando decide remontar las críticas iniciales negativas a pura música. Una seguidilla de shows de dientes apretados y aplastante técnica se suceden en la temporada 1978-79 en el Teatro Astros primero y en Auditorio Buenos Aires después. Para todo el que quiera escuchar, ya es obvio que no hay un solo grupo en Buenos Aires que suene con la justeza instrumental, la riqueza de voces y los sofisticados arreglos que exhibe el cuarteto. Faltaba no obstante, el testimonio discográfico que los ubicase en una liga diferente. Que uniese la maestría musical a un mensaje urticante. Eso fue La Grasa de las Capitales.

Difícil concebir un epitafio más rotundo a la concepción de mundo de los dorados ’60 que esa estrofa inaugural del disco con los músicos cantando a capella: “¿Qué importan ya tus ideales? / ¿Qué importa tu canción? / La grasa de las capitales cubre tu corazón…” Después, sobre la hecatombe de un rock encabritado, Charly trazaba un minucioso destripado de una sociedad caída, más que desgracia, en… grasa. Bajo la monocromática Pax Videla florecían las revistas semanales como la que emula la tapa del disco, asegurándole a un público goloso e indiferente que éramos “derechos y humanos”. Sus páginas también destacaban la nueva aristocracia de las modelos fashion, íconos de la próxima década bulímico/gimnástico/merquera. Las radios empezaban a transar con las grabadoras a tanto la pasada y a hablar en términos de “formato” y la televisión esculpía el modelo de los Campanelli como metáfora de la familia tipo argentina: ruidosos, atropellados y bastante boludos pero, eso sí, ¡qué tiernos!

En el libro de George Orwell 1984 el protagonista Winston Smith –cuyo espíritu cuestionador y disidente es la raíz de su eventual condena- se pregunta cómo puede ser que el modelo de ciudadano ideal que fomenta el Gran Hermano propugne cuerpos esbeltos dignos de Adonis, cuando la realidad de la calle muestra físicos enjutos y esqueletos más típicos de escarabajos que de seres humanos. De un modo análogo debemos comparar las postales con el sello de aprobación oficial que mostraban multitudes sonrientes y blanquicelestes, asoleándose con el blasón del reciente campeonato mundial conquistado, en franco contraste con la oscuridad interior que describe Serú Girán en “Noche de perros”, canción que expresa como ninguna la tétrica sensación de sentirte un extraño en tu propia tierra: “…vas perdido entre las calles que solías andar / vas herido como un pájaro en el mar…”

El atractivo de la frivolidad es su falta de forma. Como un disfraz de baile, como un condón, la frivolidad se pone y se descarta, pero no deja huellas perceptibles. Es un maquillaje ideal para superar trances donde no hay un destino cierto o un norte existencial al que apostar a largo plazo. Serú Girán apostrofaba a gusto sobre la frivolidad musical en “Frecuencia modulada” y hasta blandía un dedo acusador -al que podíamos tachar de misógino- en la deconstrucción del personaje femenino que hace Charly en “Perro andaluz”, pero no se puede aminorar de ninguna forma el golpe letal de “Viernes 3 A. M.”. Como un epitafio anticipado en dieciséis años a la auto-inmolación de Kurt Cobain, Charly trazaba minuciosamente la breve carrera de un idealista que fue mudando de piel hasta cambiar tiempo, amor, música, ideas, sexo y dios, hasta quedar arrinconado por sus propios límites y su propia frustración. Encerrado ante la única salida, final y desesperada, con un corolario de “hojas muertas que caen…” Los que no pueden más, se van. Lacónico y lapidario. Pero fueron también muchos los que pudieron y se quedaron. Para disfrutar del “déme dos” del veranito soleado de clase media argentina que inauguró el ministro José Martínez de Hoz. No tendré utopías pero tengo televisión color.


Saliendo de la melancolía


Bicicleta trae un cambio de táctica. Cuando sale en 1980 Serú Girán es masivo, como atestiguaría su presentación multitudinaria en Obras Sanitarias, con lujosa escenografía de Renata Schussheim. El cambio de táctica comienza por una música más suelta y espaciosa y unas letras que ya no ponen tanto en énfasis en la primera persona y se atreven a ser mordaces contando historias. Viñetas como la de los viejos tangueros que inevitablemente salían por la pantalla chica en Grandes Valores del Tango y que –en aquellos tiempos era políticamente correcto- denostaban al rock –una competencia cada vez más molesta- cada vez que tenían un micrófono a mano. “A los jóvenes de ayer”, una diatriba propia de un escorpiano rencoroso, los ponía en su lugar, enrostrándoles su anacronismo y su falta de audacia artística. Pero Charly, cebado, no era mucho más generoso cuando se sentía él mismo el blanco de la crítica generacional. El tiempo le daría la razón, pero en aquel entonces “Mientras miro las nuevas olas” sonaba auto indulgente cuando no lisa y llanamente soberbio al manifestar “mientras miro las nuevas olas / yo ya soy parte del mar…”

Un Charly García enfocado y comprometido encontró el camino hacia la denuncia más clara y a la vez literariamente elegante de los crímenes de la dictadura merced a una metáfora lewiscarrolliana. No era algo nuevo dentro del rock. Grace Slick se había valido ya de las correrías surrealistas de Alicia en el País de las Maravillas para evocar un viaje de LSD en “White rabbit”, de Jefferson Airplane, pero nadie había echado mano todavía al escritor inglés decimonónico para elaborar una parábola tan exacta y aterradora sobre los asesinatos, la desinformación y la sistemática negación de los desaparecidos que campeaba oronda por los despachos oficiales del Proceso. “…No cuentes lo que has visto en los jardines no tendrás poder / ni abogados / ni testigos…un río de cabezas aplastadas por el mismo pie / juegan cricket bajo la luna / estamos en la tierra de nadie, pero es mía / los inocentes son los culpables dice su Señoría, el rey de espadas…”

Es interesante ver cómo Serú Girán no se agota en su faceta testimonial pero al mismo tiempo jamás la sacrifica ni la oculta. La excelencia musical de Bicicleta, por otra parte, parece algo que les sale naturalmente a los cuatro músicos. Los remolinos piazzollianos al principio de “A los jóvenes de ayer”, las armonías a tres voces, los diálogos instrumentales… todas las pistas sugieren un meticuloso trabajo de composición y de arreglos pero, a despecho de la complejidad alcanzada en estudio, no hay nada que Charly, David, Pedro y Moro no puedan repetir con igual aparente simpleza sobre el escenario. El ’80 es el año del encuentro triunfal con el Jade de Luis Alberto Spinetta en Obras Sanitarias –en principio, para desmentir un brulote pueril acerca de una supuesta enemistad entre los dos popes máximos de nuestro rock- y también de un muy digno pasaje de Serú por el Maracanazinho de Rio de Janeiro en ocasión del Festival internacional de Jazz celebrado allí. Serú toca con su habitual aplomo pero la hora -3 de la tarde- no es la mejor y el repertorio algo “down” para la efervescencia carioca. También sirve para hacer buenas migas con los músicos del Norte, que por aquel entonces parecía estar mucho más lejos. Charly conoce a Jaco Pastorius (por entonces en Weather Report) y Aznar a Pat Metheny, un músico que sería importante para sus pasos futuros.

Toda banda gana en estatura cuando en ella hay dos polos de poder y en Serú Girán la figura de David Lebón siempre fue el contrapeso justo para la exhuberancia de García. El pathos en la voz de Lebón ya le había brindado una dimensión diferente a temas como “El mendigo en el andén” o “Noche de perros”. En Bicicleta, David surge en un nuevo plano de conciencia existencial dentro de la banda. En medio del vértigo de un grupo que pasaba por momento de mayor popularidad y empezaba a disfrutar de las prebendas acordes a su status, Lebón acuña temas como “Cuanto tiempo más llevará”, donde propone un cable a tierra frente a los mareos que acechan en las alturas de ese particular Olimpo: “…ilusiones, letras de cristal, simulando que sabés adonde estás… y con el tiempo, la magia de estar aquí / vas suponiendo que sabés adónde debés ir / cuando ignorancia corre por tu cuerpo hoy…” En el mismo disco está el homenaje a su hija Nayla, a la que estuvo a punto de perder en un horrible accidente doméstico, y “Encuentro con el diablo”, a dúo con García, un tragicómico relato del intento del Proceso de ganarse la confianza de los jóvenes mediante una convocatoria a sus ídolos rockeros: “…Nunca pensé encontrarme con el jefe / en su oficina de tan mal humor / pidiéndome que diga lo que pienso / qué pienso yo de nuestra situación…”

Esa búsqueda existencial de Lebón daría el tono de dos de las mejores canciones del siguiente disco de Serú Girán, Peperina. Una de ellas, “Parado en el medio de la vida”, con un título que lo dice todo, David la escribe solito. La otra, “Esperando nacer”, con Charly. Ambas son emblemáticas de un disco que se plantea un renacimiento, como si Serú Girán se negase –años antes de la inmortal frase del Indio Solari- a que se consumara un último secuestro, el de nuestro estado de ánimo. El mensaje tácito del disco es que llegó la hora de soltar lastre. El lastre de las ilusiones hipponas (“Peperina”) pero también el de la ilusión del hiper-consumo acuñado al sol del veranito del dólar barato que había ventilado Martínez de Hoz (“José Mercado”). El lastre mayor, sin embargo, parece ser la melancolía. El peor alineamiento astral se produce cuando la realidad claustrofóbica de afuera se mezcla con la cerrazón de adentro y Charly, en “Salir de la melancolía”, echa mano a una de las mejores melodías de Peperina para hablarle a un manipulador amoroso con el tono cariñoso que se le reserva a un amigo : “…Rompe las cadenas que te atan a la eterna pena de ser hombre y de poseer / es un paso grande en la ruta de crecer.” Charly siempre parece tener un poco de romanticismo y realismo mágico en sus alforjas y aquí esto aflora en dos canciones de especial belleza: “En la vereda del sol” y “Cinema verité”, que nos remite a otra de sus típicas viñetas hollywoodenses, esta vez con un set armado en alguna playa exclusiva del Cono Sur.

La consecuencia lógica de esta nueva cruzada temática en pos de levantar el copete colectivo fueron dos temas nuevos que Serú Girán estrenó en sus recitales triunfales del Teatro Coliseo, en la Navidad de 1981 los cuales -junto a la seguidilla de shows de marzo del ’82, un mes antes de Malvinas- serían el canto del cisne para el cuarteto de García, Lebón, Aznar y Moro. No era difícil adherir a ese sentimiento de hartazgo de Serú para con la tristeza y la obsesión con el bajón, y rescatar, a través de Charly, esa bronca que ya empezaba a ganar las calles, esas ganas de tener una alegría que García tan bien expresaba en “No llores por mí, Argentina” y “Yo no quiero volverme tan loco”, que a cargo de Serú tiene el ritmo de rock maníaco que necesita su letra: “…voy buscando el placer de estar vivo / no me importa si soy un bandido / voy pateando basura en el callejón…”

Algunos se rasgaron las vestiduras con el final supuestamente abrupto de Serú en marzo del ’82, precipitado por la decisión de Pedro Aznar de viajar a Estados Unidos para unirse al grupo de Pat Metheny. (Diez años después hubo repechaje, pero la reunión no dejó efecto residual, más allá de los shows masivos de River y de un álbum de estudio, más interesante por su fuego disfuncional que por el escaso esfuerzo grupal implícito.)

Si observamos de cerca, no obstante, comprobaremos que Serú Girán se separó en el momento indicado, tras haberle brindado a nuestra música popular uno de los grandes repertorios de toda su historia. Charly García, David Lebón, Pedro Aznar y Oscar Moro se despidieron después de haber descrito una parábola perfecta. Fueron un referente crucial de arte, de resistencia, de fe y hasta de alegría, en un período donde lo que estaba en juego era la supervivencia –en el sentido literal y espiritual- de toda una generación.

A.R.


martes, 21 de octubre de 2008

EL DÍA QUE EL FLAUTISTA SOPLÒ LAS CUARENTA...


Entre tantos álbumes clásicos que cumplieron 40 años en 2007 se contaba también The Piper at the Gates of Dawn, el debut de Pink Floyd con Syd Barrett al comando de la guitarra, la primera voz y la composición de la mayoría de los temas. En aquel momento, el aniversario se celebró con la edición de un CD doble que contenía las versiones estéreo y mono de Piper... así como también una versión triple que contenía los primeros singles del grupo, con sus correspondientes lados B. En aquel momento me tocó rememorar el álbum para revista La Mano, de modo que aquí tienen el artículo en cuestión.


En 1966 Pink Floyd era ya uno de los grupos más populares de la comunidad psicodélica londinense. Sus conciertos en el Marquee, en el UFO y en otros clubes de la capital inglesa atraían cada vez más fans, que contemplaban extasiados los juegos de luces y entraban en trance con las extensas zapadas del grupo. En marzo de 1967 el grupo consigue un contrato de grabación con el sello EMI y graba su primer simple, "Arnold Layne", con producción de Joe Boyd, un estadounidense radicado en Inglaterra, que sería clave en el renacimiento del folk-rock británico a través de sus trabajos con Incredible String Band, Fairport Convention, Nick Drake y John Martyn, entre otros.

"Arnold Layne" trataba de un personaje que se viste de mujer y sale de noche a robar ropas de los tendederos suburbanos. El tema del transvestismo aún era tabú para la sociedad inglesa de los 60 y la BBC no tardó en prohibir su emisión radial, dándole al simple una cuota extra de publicidad. El segundo simple de Pink Floyd, "See Emily Play", nació de un show multimedia llamado Free Games For May en el que Pink Floyd tomó parte. La intrigante protagonista se inspiró en Emily Kennett, una presencia habitual en los eventos del underground londinense.

Tras el éxito de sus primeros singles, Pink Floyd entró en los estudios Abbey Road, para grabar su primer álbum con Norman Smith, un discípulo del productor de los Beatles, George Martin. A todo esto, en el estudio de al lado, John, Paul, George y Ringo registraban Sgt. Pepper's. En esos días Syd Barrett era el cantante, guitarrista, compositor de casi todo el material y el referente principal de Floyd. La mayor parte de The Piper At The Gates of Dawn fue compuesta en un breve período muy productivo en el que Syd estaba contento y con tiempo para escribir. Pronto las presiones de la fama y el uso habitual del LSD, desgastarían su mente, pero en este álbum debut de Pink Floyd, Syd aún sostenía firmemente las riendas creativas del grupo.

En consonancia con el amor de Barrett por los cuentos infantiles, The Piper at the Gates of Dawn tomó su nombre de un capítulo del libro “The Wind in the Willows”, de Kenneth Grahame. Comienza con "Astronomy domine”, supuestamente incitado por la primera experiencia de Barrett con LSD, que le produjo la sensación de estar suspendido durante horas entre los planetas Júpiter y Venus. Sin embargo, la canción es bastante más compleja; una notable proeza de la imaginación que evoca la sensación de asombro y a la vez de terror de un astronauta enfrentado por primera vez al gran espectáculo del cosmos.

"Lucifer Sam" nació como "Percy the rat catcher" y hubo planes de transformarlo en un film de media hora de duración. En el argumento original, Lucifer Sam era el gato siamés que acompañaba a su felino colega Percy en la cacería de los roedores. Su modelo fue Elfie, el gato que Barrett tenía en su elegante departamento de Cromwell Road, conseguido con los primeros frutos de la fama. La frase "Jennifer Gentle, sos una bruja" es una referencia a la entonces novia de Barrett, Jenny Spires, y la enigmática parte "vos sos el lado izquierdo / él es el lado derecho" alude probablemente a las diferencias funcionales entre los dos hemisferios del cerebro, un tema candente en los artículos sobre psicología de esos días. El tema muestra, además, a la guitarra de Barrett en toda su originalidad, con un uso creativo del efecto de eco.

"Mathilda Mother", evocaba un cuento para la hora de dormir y se basaba en el libro Cautionary Tales del escritor Hilaire Belloc. "Había un rey que gobernaba la comarca / su majestad tenía el control / y con ojos de plata / el águila escarlata / arrojaba plata sobre la gente...” “Dale, mamá, contame más" respondía el coro, como si fuese el chico deslumbrado y ansioso de que el cuento no termine nunca. De manera similar,

"The Gnome" remitía al Señor de los Anillos, de Tolkien, con sus imágenes fantásticas acerca de gnomos y genios de un mítico reino subterráneo. Otra canción asociada a un cuento infantil es "The Scarecrow". La escritora June Wilson escribió un libro con el mismo título y un argumento similar: un espantapájaros que se siente triste porque querría extraerle algo más a su vida, pero cobra conciencia de que no se puede mover y finalmente se resigna a su suerte.

Por su parte, "Flaming", remitía a la niñez de Barrett y a sus juegos con su hermana Rosemary en la ciudad natal de ambos, Cambridge. Abundan las referencias a la naturaleza, a las flores y al campo abierto, temas recurrentes en las letras de Syd.

El apogeo de la psicodelia coincidió con un interés por el misticismo y las disciplinas filosóficas de la antigüedad. Una de los textos que se utilizaban como guía era el "I Ching", el célebre Libro de los Cambios chino, de 5000 años de edad. Es un importante elemento en la filosofía taoísta y confucionista y se usa como un horóscopo poético de profecías. Buena parte de la letra de "Chapter 24" proviene directamente del capítulo 24 de ese libro: "Todo movimiento se realiza en seis etapas/ y la séptima trae el retorno / el siete es el número de la luz joven / se forma cuando la oscuridad se incrementa en uno.”

Syd Barrett era, sin duda, un componente muy importante del primer Pink Floyd pero no era todo el grupo. La contribución del órgano de Rick Wright fue decisiva en la creación de la atmósfera psicodélico-cósmica de los temas. En esta fase de Floyd, Wright compartía la parte vocal con Syd en varias canciones, un aporte nada desdeñable a la magia del disco. Por su parte, Nick Mason sumaba su buen gusto en la forma de varias sutilezas percusivas y Roger Waters, además de su rol de bajista, aporta a la composición. Roger escribió "Take thy stetoscope and walk", un extraño relato acerca de un médico, cuyo principal atractivo está en la furibunda zapada que se desata en el centro del tema. El intrigante “Pow. R Toc. H” lleva la firma de los cuatro músicos, pero nació también de una idea de Waters: en el código interno del ejército inglés de la Primera Guerra Mundial, el "Toc H" era un casino donde, al entrar, los rangos eran pasados por alto y oficiales, suboficiales y soldados se trataban, por un rato, como iguales.

Pink Floyd tuvo que hacer algunas concesiones en este primer álbum con respecto a sus actuaciones en vivo –sobre todo en la duración de las canciones- pero hubo un tema que quedó casi tal cual lo hacían sobre el escenario, como una declaración de principios. "Interstellar Overdrive" duraba quince minutos y era una auténtica excursión musical por los pasillos del cosmos. Según la leyenda, fue concebido cuando el manager del grupo, Peter Jenner, intentó mostrarle a Barrett la tonada de una canción que tocaba el grupo norteamericano Love, que resultó ser "My little red book", de Bacharach y Davis. Al tratar de replicar Syd lo que tarareaba Jenner, surgió el riff principal de "Interstellar Overdrive"

Piper terminaba con "Bike" (Bicicleta), otra de esas pequeñas viñetas con las que Barrett aludía a cosas simples con una mezcla de sencillez y excentricidad. En el futuro las cosas no serían sencillas, sin embargo. El colapso de la mente de Syd motivaría su aislamiento del resto del grupo y finalmente su reemplazo por un amigo de la adolescencia, David Gilmour. Pero The Piper at the Gates of Dawn, quedó como testimonio de su pináculo artístico y sigue refulgiendo con igual intensidad en 2007 como en aquel ya lejano día de agosto de 1967 en que vio la luz del día por primera vez. En cuanto a la versión del álbum que apareció en estos días, la edición especial triple vale la pena por incluir “Arnold Layne”, “See Emily play” y otro puñado de temas muy difíciles de hallar, como los lados B “Candy and a currant bun” y “Paintbox” y la cara principal del tercer single de Floyd, “Apples and oranges”, una de las últimas muestras del caótico genio creador de Barrett al comando de Pink Floyd.

A.R.