ESTA NOTA SE PUBLICÓ ORIGINALMENTE EN REVISTA "LA MANO" HACIA FINES DE 2010.
Los únicos tres álbums que este músico inglés grabó en su corta carrera se acaban de editar en la Argentina, cuarenta años después de su edición original. Alfredo Rosso siguió la pista de uno de los más grandes cantautores que dio el folk británico.
El escritor irlandés James Joyce llamaba epifanías a esas repentinas revelaciones que nos acontecen en la vida cotidiana y que la mayoría de las veces son gatilladas por acontecimientos baladíes, pero que adquieren un significado especial para nuestras vidas. Un día de algún septiembre, compartía con Pipo Lernoud un taller sobre los orígenes del rock nacional y Pipo comentaba la letra de Oye niño, de Miguel Abuelo, la parte que dice “cuando mi nombre ya no exista, verás qué velocidad”. Junto con el nombre, nos dan una tradición y un mapa de comportamientos para vivir en sociedad. Pero llega un día en que –felizmente- nos asumimos como individuos y comprendemos que, aunque sigamos firmando con ese nombre y mostrándole al mundo el DNI, somos otra cosa que ese nombre: somos únicos, irrepetibles, totales. Y entonces… ¿quién nos para? ¡Qué velocidad! Eso mismo decía Javier Martínez en Porque hoy nací, de Manal: “Hoy adivino que me pasa / por qué mi nombre no soy yo / por qué no tengo una casa / por qué estoy solo y no soy… / porque hoy nací / hoy… recién hoy / el sol me quemó / y el viento de los vivos me despertó…”
El viento de los vivos despertó a Nick Drake un buen día en que se dio cuenta todo el camino que podía recorrer con su guitarra y sus cuerdas vocales. Cayó el barniz de una primera infancia en Birmania, como hijo de un industrial encumbrado en la alta sociedad inglesa. Cayó la marca del colegio Marlborough, diseñado para acuñar súbditos que siguieran el status quo y no hicieran olas, de modo tal que la estratificada sociedad británica de los años cincuenta siguiera teniendo líderes capaces, seguros e impermeables a los cambios que traía la segunda mitad del siglo XX. Este Nick, alto y esbelto, capaz en deportes que exigían rapidez, como el rugby o las carreras, empezó a escuchar el sonido de otra voz, una voz interior que lo acercaba inexorablemente a la música. Y también a los fantasmas y las dudas.
Cuando su padre Rodney Drake llevó a la familia de regreso a Inglaterra, siguiendo el derrumbe de la estructura colonial del imperio que sobrevino en la posguerra, Nick tenía apenas tres años. Seguramente debió apreciar la calma pastoril de Tanworth-in-Arden, ese suburbio de la industriosa Birmingham donde la familia Drake se aposentó en 1951. Y damos por descontado que su hermana Gabrielle, cuatro años mayor, dice la verdad cuando sostiene que el niño Drake era gentil y amable y fácil de entretener. Pero la infancia pasó, la secundaria también quedó atrás, y el chico gentil y calmo que despertaba el respeto y la amistad de sus coetáneos casi sin proponérselo, comenzó a desarrollar un costado melancólico e impredecible, junto con una increíble habilidad para componer ese tipo de canciones que quedan marcadas a fuego en uno.
Nick baja a Londres, guitarra en ristre, a ver qué pasa. Tiene suerte, en principio, porque eran días en que pasaba de todo. Los Beatles despedían los sesentas con el tremendo Abbey Road, pero la música hervía en cada esquina. El productor norteamericano Joe Boyd venía de desenvolver las maravillas místicas de Incredible String Band haciendo de partero de álbumes como 5000 spirits or the layers of the onion y The hangman’s beautiful daughter. Su llave abrió una puerta de enormes posibilidades para la fusión entre el folk y el rock, y el siguiente paso fue crear la productora Witchseason, que soltó sobre el mundo la música de Fairport Convention, John Martyn, Sandy Denny, Richard Thompson, Fotheringay y Dr. Strangely Strange. Pero Boyd siempre tuvo un espacio libre para la originalidad y un buen día se le apareció un cantautor tímido, que cantaba con una voz cálida y única y se acompañaba con una guitarra de afinaciones insólitas. De buenas a primeras, Nick Drake tuvo un contrato y antes que las arenas se asentaran, el sello Island ponía en el mercado el álbum Five leaves left.
Un marco verde, una ventana de fondo y otra lateral por la que el artista deja perder su mirada. Así era la portada del primer disco de Nick Drake. Mil frases invisibles se pierden en el aire de esa foto, junto con las palabras de Time has told me:
“El tiempo me ha dicho que eres un hallazgo muy especial / una cura problemática / para una mente problemática / y el tiempo me ha dicho que no debo pedir más / algún día nuestro océano encontrará su playa / Así que voy a abandonar los hábitos que me hacen ser lo que no quiero ser / y dejar atrás las costumbres que me hacen amar/ lo que en verdad no quiero amar…” El disco transcurre como esos perezosos días de verano en que uno quiere ayudar a las agujas del reloj a correr. Atrás, un acompañamiento gentil, empático: Richard Thompson, guitarra eléctrica; Danny Thompson, contrabajo. Amigos de Nick, amigos de Boyd. Todo en familia. Five leaves left, disco de breves certezas, de gentiles preguntas sobre la vida, el amor, ¿la trascendencia?
Nick en Londres. Casas en barrios populosos y dudas. El muchacho campestre parece querer y odiar la gran ciudad. Todo al mismo tiempo. También quiere y odia al mundillo que rodea a la música. Quiere ser popular, pero tiene una inveterada timidez que le impide sentirse cómodo ante una audiencia. Famélico de giras que lo apoyen, Five leaves left pasará inadvertido en su momento, excepto para un puñado de iniciados. Llegaría el día en que músicos, público, prensa y productores se rascasen la cabeza pensando: “¿cómo semejante disco no la pegó en grande, en los albores de la era del cantautor?” Se venía el estilo confesional de James Taylor, la prosa urticante de Randy Newman, las canciones asertivas de Joni Mitchell. ¿Cómo es que la piedra nacarada que tiró Drake no llegó más lejos, cómo es que no bailó con fintas elegantes en el agua, en lugar de irse al fondo de súbito?
Pero Island y Boyd le tenían fe. Sabían que allí había un talento en bruto que tenía que explotar. Entonces subieron la apuesta para la grabación de Bryter Layter. Cuerdas, electricidad, baterías. Un entra y sale de músicos soberbios: John Cale, Richard Thompson. Dave Mattacks. Cuerdas, batería, bronces. Si alguien temió que el aparentemente frágil y reservado Nick se encogiera ante semejante marco, debió llevare flor de sorpresa, porque Drake estaba como pez en el agua con los arreglos más osados y expansivos de Bryter Layter. Nick nunca es tedioso. Insinúa, comenta, pondera. Se maravilla junto al oyente de los pequeños descubrimientos cotidianos que ofrece la vida. Algunos nos traen brillo. Algunos nos desesperan al contemplar nuestra impotencia por alterar nuestros destinos. Pero todo pasa mientras el sol cambia de Este a Oeste y así transcurre Bryter Layter, haciéndole honor al título: todos somos más inteligentes después. Es un estigma de la vida: primero la quemazón, luego el linimento. Más tarde la sabiduría.
El rock entró en los setentas con la topadora de Led Zeppelin y el hard-rock progresivo de Purple, Sabbath y Cía. Al lado, los sinfónicos tejían complicados enlaces entre rock y música clásica entre bruma de hielo seco y proyecciones interestelares. Los hermanos menores de esos públicos bufaban y añoraban los riffs recurrentes y la brillantina fiestera que derivó en el glam-rock. Y a todo esto Nick Drake pasaba como una sombra por delante de aquellos que tiempo atrás esperaban todo de él y ahora ni lo veían.
Nick había entrado en su propia espiral de caracol. Diagnósticos de depresión y fuga de la realidad inmediata. Períodos de ausencia del ojo público. Nadie quiere estar cerca de un depresivo y los amigos, claro, menguaron. Lo peor, pocos se acordaron de que existía. Pero Nick, un día, pasó por las oficinas de Island sin que nadie lo reconociera, dejó un paquete en la Recepción y se fue. Contenía las cintas de su tercer y último disco, Pink moon.
“Lo vi escrito y lo escuché decir / la luna rosada está en camino / y ninguno de ustedes da la talla / la luna rosada los va a atrapar.” Lo dice Nick, y lo rubrica con piano y guitarra. Y está bien. Esa luna que no sabemos si nos traerá lluvia o mareas problemáticas, está allí en el cielo, de testigo, viéndolo todo. Y no podemos escaparnos. Nick suena serio. Tan confiado en su música como errante fuera de ella. Pero en los dominios de Pink moon junta fuerzas para decirnos: “Cuando era joven / más joven que antes / nunca vi la verdad colgando de la puerta / y ahora que soy mayor la veo cara a cara / y ahora que soy mayor debo levantarme y limpiar este lugar.”
El tercer álbum pasa como un desafío. Algunos dirán “como una despedida”, pero no estoy de acuerdo. En su preciosa austeridad, habla a los gritos de un artista que está confrontando sus demonios y martirios, y añora un soplo de aire fresco liberador. Sabe que es hora de tomar decisiones.
Nick Drake parecía al borde de un descubrimiento trascendental. Para su música, su camino, su vida. Pero estaba destinado a no ocurrir. Alejado de Londres, los testimonios de sus últimos días en 1974 lo ubican alejado del medio musical londinense, de vuelta en la casa paterna de Tanworth, hasta que llegó ese terrible día de noviembre en que se supo que había muerto de una sobredosis –aparentemente accidental- del antidepresivo que tomaba por prescripción médica.
Después vino la canonización postrera de los héroes de culto. Aquí, allá y en todas partes, las audiencias de rock descubrieron la paradoja de Nick Drake. Digo paradoja porque Nick es gigante en su música, pero no lo aparenta. El envase es modesto, el alcance de su poesía y el eco de su música, enormes.
lunes, 6 de febrero de 2012
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1 comentario:
Gracias por esta reseña tan pensada, que le hace justicia a la sensibilidad de Drake y las emociones que evoca en sus oyentes. ¡Impecable!
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